Los buenos recuerdos, sobre todo si están relacionados con personas que ya no están entre nosotros, tienen un valor incalculable. Yo guardaba todo lo relativo a mi padre como oro en paño, aun sabiendo que algunas de esas cosas eran muy valiosas. No tenía intención de desprenderme de ellas a ningún precio, hasta que recibí una oferta que difícilmente se podía rechazar.
Aunque los recuerdos sean importantes, las personas lo son aún más. Eso me lo enseñó mi padre desde muy pequeño. Él era lo más importante en mi vida, mi superhéroe, el ejemplo a seguir. Me dedicaba todo el tiempo libre que tenía porque decía que cada momento que viviéramos juntos lo recordaría de mayor y haría que yo quisiese hacer lo mismo con mis propios hijos.
Mi madre también era increíble, pero con ella todo era un poco diferente. Aunque me quería y me dedicaba todos sus ratos, no tenía las mismas aficiones que nosotros. Además, vivía en un estado de casi perpetua tristeza por una pelea que había tenido con su hermana y que hizo que se dejaran de hablar durante años.
Los fines de semana los solíamos dedicar a la pasión de mi padre: recorrer los mercadillos en busca de cromos y cartas antiguas de jugadores de baloncesto. Aunque eso era lo que le gustaba a él, cada vez que encontraba una extraña y de mucho valor me la daba a mí para que yo la guardara. Por entonces no sabía valorar el gran regalo que me estaba haciendo.
- Papá, ¿no será mejor que la guardes tú?
- Confío en ti, Isra.
- Podrías ponerla en un bonito álbum y mirarla siempre que te apetezca.
- Sé que no te gusta el basket, pero esta carta simboliza lo unidos que estamos.
- Pues entonces la llevaré siempre conmigo.
- Mejor tenla expuesta en tu cuarto, que vale mucho dinero.
- Pero si solo has pagado diez euros.
- Por eso venimos a estos sitios, hijo, en busca de chollos.
- Te prometo que no la venderé para comprar drogas.
- Jajajajajaja. Eso espero, porque en unos años valdrá muchísimo más.
No compartía el entusiasmo de mi padre por el baloncesto, ni tampoco comprendía esa obsesión por coleccionar cartas siendo un hombre adulto. Pero aquella con un hombre negro y gigantón colgado de un aro la guardé como oro en paño. En ningún momento pensé en el valor económico que pudiera tener ni en ese momento ni en el futuro, simplemente me gustaba por la confianza que había depositado él en mí.
Enmarqué la carta y la coloqué en la mesita junto a mi cama. Yo la miraba a menudo pensando en la gran regalo que me había hecho mi padre y él solía pasarse por mi habitación a observarla durante largos ratos. La que no parecía nada satisfecha con ella era mi madre, cada vez que la veía soltaba alguna maldición. Yo no le decía nada, pero intuía que era porque su hermana se había casado con un hombre negro y el jugador de baloncesto le recordaba a él.
En aquel momento yo tenía quince años, pero pasaron cinco más y la carta seguía en su sitio, provocándome la misma sensación que al principio. Por entonces ya era universitario, salía con mis amigos, trataba de conocer chicas y estaba deseando sacarme el carnet de conducir. Para todas esas cosas me hubiese venido muy bien el dinero que se suponía que valía la famosa carta.
Durante esos años, para evitar tentaciones, no quise buscar por internet cuál podría ser el precio aproximado de la carta. Hasta que un día, convencido de que no la vendería ni por todo el oro del mundo, busqué en algunos foros, únicamente para hacerme una idea. Al principio no parecía que nadie estuviera interesado, era como si mi padre me hubiese tomado el pelo. Pero entonces encontré a una persona que ofrecía lo que en su día habíamos pagado por ella pero multiplicado por dos mil.
Con ese dinero no solo podría pagarme el carnet, sino que además sería posible comprarme un coche. Pero, pesa la tentación, era imposible llevar a cabo esa venta. Para empezar, la carta era de mi padre. Además, no estaba dispuesto a darle un disgusto y a desprenderme de algo que había cobrado tanto valor sentimental únicamente por dinero.
Pensé en hablarlo con él, quizás si sabía la cantidad que estaban dispuestos a ofrecernos él mismo se lo pensaría. Para ello tenía que armarme de valor, no era nada sencillo siquiera plantearle la opción de vender algo que él me había dejado con toda la ilusión. Pero el dinero y la posibilidad de comprarme un coche me llamaban demasiado. Así que llegué a la conclusión de que, de la manera más sutil posible, se lo debía proponer.
Pero la sutilidad quedó a un lado una tarde al salir de la universidad. Estaba lloviendo a mares y tuve que esperar más de media hora en cada una de las paradas de los dos autobuses que tenía que coger para volver a casa. Necesitaba un coche ya, y sabía cómo poder pagarlo. Entré por la puerta seguro de plantearle a mi padre la necesidad. Pero no estaba, solo me encontré a mi madre llorando desconsoladamente.
- ¿Por qué lloras?
- Tu padre ha tenido un accidente de tráfico.
- ¿Qué?
- Acaban de llamar del hospital.
- Pues vamos para allá, ¿a qué estás esperando? Nos necesita.
- Israel... ha muerto.
Nunca había sentido un dolor ni una tristeza tan grande. Al hecho de haber perdido a la persona más importante de mi vida de una manera tan trágica, había que sumarle la culpabilidad por haber estado a punto de vender su recuerdo más preciado. Me sentía como un mal hijo, un miserable desagradecido que no valoraba lo que tenía y como castigo lo había perdido.
Perdí cualquier gana de vender esa carta, por mucho que la sonrisa que antes me sacaba al mirarla se hubiese convertido en una tristeza muy profunda. En casa los días se convirtieron en un infierno. Lo echaba de menos muchísimo y mi madre iba como un alma en pena incapaz de levantar cabeza. No tenía ni idea de cómo íbamos a conseguir superarlo.
Decidí aparcar temporalmente la universidad para centrarme en cuidar de mi madre. Entre tantos disgustos, temía que tomase alguna decisión drástica. Los dos pasábamos los días encerrados en casa, mirando fotos y recordando todos esos buenos momentos que ya no se iban a repetir. La tristeza me estaba consumiendo tanto que al final ella me tuvo que obligar a recuperar mi vida y volver a las clases.
Lo hice a regañadientes, pero sabía que tenía que volver o mi futuro se vería comprometido. Aunque en clase estaba todo el rato pensando en si mi madre estaría bien, me vino de fábula salir de casa y volver a rodearme de gente. Ella parecía ir mejorando muy lentamente, hasta que un día al volver vi algo parecido a la ilusión reflejado en su cara.
- ¿Y esa sonrisilla?
- Me ha llamado tu tía Noelia.
- ¿En serio? Pero si lleváis como veinte años sin hablar.
- Se ha enterado de lo de tu padre y ha querido dejar nuestras diferencias a un lado.
- ¿Ha sido una conversación tensa?
- En absoluto, era como si nunca nos hubiésemos peleado.
- Me alegro mucho, mamá, ojalá recuperéis el contacto.
- De hecho, hemos quedado en vernos.
- No me digas que te vas a Estados Unidos.
- Ya te gustaría a ti quedarte solo, vienen ellos aquí.
- ¿Ellos?
- Mi hermana con su marido y la niña.
- ¿Va a venir el negro?
- ¡Israel!
- Siempre lo has llamado así.
- Pero porque estaba enfadada, lo tuyo ha sonado demasiado racista.
- Si es que no sé ni cómo se llama ese hombre.
- Kyle y tu prima Daisy.
- Procuraré recordarlo.
- El caso es que se van a quedar unos días aquí en casa y...
- ¿Aquí? Pero si son millonarios.
- Vienen a apoyarnos, es normal que quieran estar en casa con nosotros.
- No tenemos sitio.
- Nos apañaremos.
- No me gusta como ha sonado eso.
El apaño consistía en que mi madre le dejara su habitación a mis tíos y yo se la cediera a mi prima, pasando ella a dormir en el cuarto de invitados y yo teniéndome que conformar con el sofá. Agradecía la buena intención de esa gente queriendo venir a animarnos, pero no dejaban de ser unos desconocidos para mí y me iba a ver obligado a ceder mi cama.
La llegada de esa parte de la familia coincidió justo con la Navidad. No podía tener menos ganas de celebrarla, pero al menos no estaríamos nosotros solos. Tal y como suponía, para mí fue como recibir a tres desconocidos. A mi tía Noelia no la veía desde que era un bebé, pero al menos su cara me resultaba conocida por su parecido con mi madre.
De su marido sí que no sabía absolutamente nada, más allá de su raza. Me sorprendió porque era un hombre muy alto, y pese a rondar los cincuenta años seguía teniendo un físico imponente. Casi me rompe todos los huesos al darme la mano, pero me pareció muy divertida su forma de expresarse tratando de utilizar mi idioma.
Pero, sin duda, la gran sorpresa me la llevé al conocer a mi prima Daisy. A sus quince años, era una mulata espectacular. Si a esa muchacha me lo hubiese encontrado en la calle en vez de en mi propia casa sabiendo que era de mi familia, probablemente los ojos se me hubiesen salido para irse detrás de ese culazo. Ella sí hablaba perfectamente en español y me mostró sus condolencias al darme un abrazo que resultó muy reconfortante.
- Tenía muchas ganas de conocerte, primo.
- Y yo a ti, Daisy.
- Aunque me apena que haya sido en estas circunstancias.
- Supongo que así es la vida.
- Ya, la madre de mi padre murió hace un par de semanas.
- Vaya, lo siento mucho.
- Gracias.
- ¿Quieres que te enseñe la habitación?
- Claro, pero me sabe mal que me la tengas que ceder.
- No te preocupes, es lo mínimo que podía hacer.
Llevé a Daisy hasta mi habitación para que viera donde iba a dormir mientras estuvieran en nuestra casa. Sabía que era mi prima y que no debía mirarla con malos ojos, pero su belleza física había cambiado por completo la expectativa que yo tenía de esos días. De repente, me resultaba incluso morboso que esa jovencita durmiera en mi cama.
Cuando los tres comenzaron a hacer gala de sus relojes buenos, sus móviles carísimos o su ropa de marca, se me hizo aún más raro que hubiesen decidido quedarse hacinados en nuestra casa. Pero en ese momento me parecía una gran decisión. Además del placer que suponía ver a mi prima, por ejemplo, en pijama, me hizo muy feliz que mi madre estuviera tan contenta.
Aun así, la Navidad siempre es la peor época del año para echar de menos a alguien. Mi madre y yo decidimos adornar mínimamente la casa por deferencia a nuestros invitados, pero nos puso muy tristes porque era algo que siempre hacíamos con mi padre. Los dos acordamos que, pese a la tristeza, trataríamos de pasarlo lo mejor posible con la familia.
Como cada año, en Nochebuena me puse mis mejores tejanos y la camisa más elegante que tenía. Pese a su falta de ganas, mi madre también se esforzó en arreglarse y maquillarse un poco. Ambos pensábamos que estábamos bien, pero nos dimos cuenta de que íbamos casi como mendigos cuando mis tíos y Daisy aparecieron en el salón.
Los dos adultos iban bien, con su ropa habitual de marca, propia de una celebración. Pero lo de Daisy era otro nivel. Llevaba un vestido negro cortito, completamente abierto por la espalda y con un escote de vértigo. Eso, junto a su pelo suelto y a los pendientes de brillantes que llevaba, hacía que su evidente belleza resaltara muchísimo más.
Me quedé con la boca abierta desde el mismo momento en que la vi. Todo en ella me fascinaba, desde sus generosas curvas hasta los gruesos labios, pasando por ese color de piel chocolate con leche que tantas ganas daba de probar. Si no era suficiente castigo sentir que deseaba a mi prima, encima tenía que lidiar con que fuese varios años más joven que yo.
Durante toda la noche no pude apartar la vista de su escote, esas dos tetazas parecían luchar por escaparse y que yo las viera. Solo pude desviar la mirada cuando mi madre trajo las gambas y Daisy comenzó a chupar las cabezas de una manera tan involuntariamente lasciva, que hizo que la polla se me pusiera más dura que la pata de la mesa.
Entre una cosa y otra, la noche estaba más animada de lo que jamás hubiera llegado a imaginar. Después de los postres y los turrones, Kyle sugirió que nos tomáramos todos una copita, incluida su hija. Pero en medio de la alegría y la diversión, brindando por el reencuentro de nuestras familias, esa copa se convirtió en unas cuantas más.
Nuestros padres parecían aguantar bien el alcohol, pero yo, que solo lo ingería muy de vez en cuando, empezaba a notar su efecto en mi cuerpo. Daisy no aguantó más y se quedó dormida en el sofá, tuvo que llevarla su padre en brazos a la cama y después de eso dimos por finalizada la noche. Todavía quedaba la celebración del día siguiente.
A mitad de la noche, todo lo que había bebido pedía salir. Me levanté para orinar, pero a la vuelta, confuso por el alcohol, en vez de volver al sofá, me fui a mi habitación. Enseguida me di cuenta de que me había equivocado, justo cuando vi a Daisy tumbada en mi cama. Casi sin querer, ni vista se fue a su entrepierna y gracias a la luz que entraba por la ventana pude verle las braguitas blancas.
Aquello me puso muy cachondo, y fue aún peor cuando me di cuenta de que se le había bajado un tirante del vestido y tenía uno de sus grandes pechos al descubierto. El oscuro pezón parecía un bomboncito que me pedía ser devorado. Incluso en ese estado, sabía que aquello no estaba bien, pero aun así no pude evitar volver al cuarto de baño y sacudírmela hasta correrme.
Dormí tantas horas que no me desperté hasta que me llegó el delicioso olor de la comida navideña. Era tan tarde que me entraron las prisas y fui corriendo a darme una ducha y después a mi habitación a por ropa para poder cambiarme. Pero antes de entrar escuché que Daisy, a la que todavía tenía en mente medio desnuda, estaba hablando con su padre. Pese a no dominar el inglés demasiado bien, sentí la gran complicidad que había entre ellos.
- ¿Puedo pasar?
- Como si estuvieras en tu cuarto. - Bromeó Kyle.
- Cojo la ropa y salgo enseguida.
- Estaba mirando la carta que tienes en la mesita.
- Me la regaló mi padre.
- Yo hago colección y esta es realmente rara.
- Lo sé, él sabía donde encontrar estas joyas.
- Sé de más de uno estaría dispuesto a dar una fortuna por ella.
- Me consta, pero es un recuerdo, no se vende.
- Entiendo perfectamente.
La comida de Navidad siguió un patrón muy similar al de la cena anterior. Nos reímos, contamos anécdotas y al final tomamos un poquito de alcohol. Aunque, en esa ocasión, yo preferí beber moderadamente para poder disfrutar de lo que tenía delante. Daisy se había vuelto a poner un vestido espectacular y no quería que nada me privara de fantasear con ese cuerpo de infarto.
Atrás habían quedado los remordimientos. Después de verle la teta y a haberme pajeado pensando en ella, no podía seguir reprimiéndome por el hecho de que fuera mi prima. Era consciente de la imposibilidad de que ocurriera nada entre nosotros, pero al menos mientras estuviera en mi casa no me iba a privar de mirarla a todas horas e imaginar que hacía con ella maravillas.
Bien entrada a la tarde hubo una pequeña división entre hombres y mujeres. Mientras que ellas se quedaron en la mesa charlando, Kyle y yo nos sentamos en el sofá para ver baloncesto. A mí seguía sin gustarme ese deporte, pero mi padre lo había convertido en una tradición en esas fechas y yo quería hacerlo para honrar su memoria.
- Israel, ya no quedan jugadores como el de tu carta.
- No sabría decirte, en realidad a mí no me gusta el baloncesto.
- Es una pena que tengas algo tan exclusivo y no lo valores.
- Lo valoro porque mi padre me la dio para que la guardara.
- Pero no es lo mismo, algunos lo darían casi todo por tenerla.
- Pues no va a poder ser.
- Yo podría hacerte una oferta.
- Ahórratelo, Kyle, no la voy a vender.
- Te doy un millón de dólares.
- No digas tonterías.
- Te lo digo en serio.
- Ni puedo vender la carta ni puedo aceptarte tal cantidad de dinero.
Kyle dejó de hablar del tema, aunque era evidente que esa no iba a ser la última vez que lo intentara. Mi tía había decidido que se quedarían hasta año nuevo, así que todavía quedaban varios días para que se fueran. Aquello suponía que tendría que aguantar a ese hombre tentándome, pero también que seguiría disfrutando de la presencia de Daisy.
Como todas las noches, antes de que mi prima se acostara pasé por mi habitación para coger el pijama. En esa ocasión, me encontré a Daisy sentada en el borde de la cama utilizando su teléfono móvil. Al verme aparecer me dedicó una sonrisa de oreja a oreja y comenzamos a charlar. Estaba muy preocupada porque temía que una vez que se fueran volviésemos a perder el contacto.
- Podrías venir algún día a Estados Unidos.
- Me encantaría, la verdad.
- Allí no tendrás que dormir en el sofá.
- Ya, sé que a vosotros económicamente no os va mal.
- No entiendo cómo mi padre tiene tanto dinero, si no para de gastar.
- ¿En serio?
- Colecciona todo tipo de cosas, especialmente relacionadas con el baloncesto.
- Por eso ha intentado comprarme la carta.
- En cuanto vi cómo la miraba supe que la quería. ¿Por cuánto se la has vendido?
- No está en venta.
- Entiendo el valor sentimental, pero deberías aprovechar la situación.
- Estaría traicionando a mi padre.
- Todo lo contrario, estarías ayudando a que su familia viva sin problemas.
- Pareces muy interesada en que la venda.
- Bueno, yo también pienso en mi padre.
No me gustó la sutil presión que ejerció Daisy para que le vendiera la carta a su padre. Entendía que ella lo quisiera ver feliz igual que yo en su día lo hacía por el mío, pero quería que se respetara ni decisión. Aunque me preocupaba mucho estar sobrevalorando ese recuerdo cuando en realidad podría venderla y solucionar mi futuro y el de mi madre.
Los siguientes días no dejé de darle vueltas a la cabeza. Me planteaba varias opciones, desde hablar con mi madre y que ella decidiera, hasta pedirle a Kyle un poco más de dinero, vista su desesperación por conseguir la carta. Pero cada vez que pensaba en hacer una de esas cosas, veía la cara de mi padre y me arrepentía enseguida.
Acabó llegando el último día del año, mis tíos y Daisy estaban a horas de irse. Pero antes nos quedaba la cena y las tradicionales uvas de Nochevieja. Aquello sí que fue un auténtico desfase de comida y alcohol, menos para mí, que trataba de mantener la cabeza fría por si finalmente decidía que lo mejor para todos era vender esa carta y olvidarme para siempre.
Aunque me seguía resistiendo, en el fondo solo pensaba en que a Kyle se le acabase de ir la cabeza por completo y me hiciera una oferta aún más potente. Aquella noche había bebido tanto que creía que era la situación idónea para que aquello sucediese, pero parecía haberse olvidado de la carta. Finalmente, cuando la fiesta terminó, me acosté en el sofá pensando que era lo mejor. Justo entonces apareció él.
- Israel, despierta.
- ¿Qué pasa?
- Necesito esa carta como sea.
- Ya escuché tu oferta, y no me hizo cambiar de opinión.
- ¿Quieres más dinero?
- Podría hacer que me lo pensara.
- Te puedo ofrecer medio millón más.
- ¿Solo?
- Bueno, hay algo que quizás...
- ¿De qué se trata?
- De la virginidad de Daisy.
- ¿Cómo dices?
- He visto como la miras, te la follas con los ojos.
- No puedes ofrecer a tu hija de esa manera.
- ¿Por qué no? Ella haría cualquier cosa por verme feliz.
- Vete a la cama, Kyle, estás borracho y no sabes lo que dices.
La simple idea hizo que me empalmara, pero sabía que aquello era una locura. Ese hombre estaba borracho y no tenía ninguna autoridad para ofrecerme a su hija. Tampoco yo lo hubiera aceptado, era un trato del todo inmoral. O al menos eso era lo que yo pensaba. Me acababa de quedar dormido cuando alguien me despertó. Di por hecho que volvía a ser él, hasta que noté que me besaban en el cuello.
Al abrir los ojos vi que tenía a Daisy sobre mí. Me besaba por todas partes y trataba de meterse debajo de la manta para tumbarse a mi lado en el reducido espacio que quedaba en el sofá. Confuso por la situación, le rogué en voz baja que parara, pero mi prima no estaba dispuesta a detenerse. Mientras intentaba abrirse paso con la lengua en mi boca, me sujetó la tranca.
- ¿Se puede saber qué estás haciendo?
- Has llegado a un acuerdo con mi padre.
- Eso no es cierto.
- Pues él opina lo contrario.
- ¿Y te parece bien que te ofrezca a cambio de una carta?
- Ya te lo he dicho, primo, quiero verlo feliz.
- ¿Seguro que es eso?
- Cuando está contento me da dinero sin parar.
- Así que era eso...
- No estudios, con esto ganamos todos.
Mi prima deslizó su mano por debajo del pantalón de pijama y comenzó a bombear. Cualquier intento por resistirme se fue al garete en el momento en que sus pequeñas y cálidas manos entraron en contacto con verga. Por si eso no fuera suficiente, Daisy me agarró las manos para colocarlas sobre sus tetas. Eran una auténtica maravilla que no pude evitar amasar de inmediato.
En un arrebato, mi prima tiró de la manta para dejarme destapado y me desnudó de cintura para abajo. Acto seguido se sentó sobre mi falo, pero sin llegar a metérselo, simplemente se frotaba contra él empapándolo con esos fluidos. Yo la atraje hacia mí hasta ponerme sus pezones a la altura de mi boca y así poderlos devorar. No solo los recorrí enteros con mi lengua, además me atreví a succionarlos e incluso les di un pequeño mordisco que pareció gustarle.
Cuando quedé saciado de tetas, mis manos se fueron directas a su punto más fuerte. Intenté abarcar sus nalgas, pero era imposible, únicamente podía acompañarlas en sus movimientos hacia arriba y abajo. Aunque no había llegado a penetrarla, sentía que no me quedaba demasiado para llegar al orgasmo.
En ese momento ya era incapaz de pensar en la carta e incluso en el dinero, solo quería seguir disfrutando del cuerpazo de mi prima, hacer todo lo que ella me pidiera a cualquiera precio. Aferrado a su culo, la ayudé a seguir meneándose hasta que ya no pude aguantar más y me corrí a lo bestia. Pude ver su piel oscura ligeramente teñida con mi leche blanca.
- Espero que esto sea suficiente para que cumplas tu palabra.
- Nunca dije que fuese a vender la carta, pero lo que me prometió fue tu virginidad.
- Primo, mi padre piensa que soy pura y casta, pero ese barco ya zarpó.
- ¿Y aun así me debo desprender de mi recuerdo más preciado?
- Sí, a cambio de un millón y medio y de mi promesa de follarte todo cuanto quieras cuando vengas a Estados Unidos.
Continuará...