La deuda
Capítulo 12
Presente
Andrés
Cuando Andrés sintió el pinchazo en el pecho se cagó en Dios y en todos los Santos. No, ahora no, todavía no, pensó. Pero era inevitable. Así que procedió con lucidez. Cogió su móvil, lo puso en modo grabación y grabó el que sería su último mensaje. Una vez terminado, se reclinó hacia atrás y sin tener tiempo de apoyar sobre la tecla “stop” exhaló su último suspiro. No le vino a la mente ni Angela ni su hijo. El hermoso culo de Carmen le daba la bienvenida al mundo de los infiernos.
Presente
Unos minutos antes
Andrés les dejó solos. Julio fue hasta su maleta. Cogió una camiseta y se la puso. Le dio otra a su hijo.
Póntela, hijo. Esto está a punto de terminar.
¿No nos van a hacer daño?
No, hijo...Te lo prometo.
Y mamá... Con el perro...
Lo sé, Iván...Pero mamá está bien, te lo aseguro.
¿Ingrid? La he oído chillar...¿Qué le estaban haciendo?
No lo sé, hijo...Vamos primero a buscar a mamá...
La puerta del cuarto de baño estaba un poco abierta. Julio e Iván la empujaron y se encontraron con Claudia, metida en la bañera, con agua hasta la altura del pecho:
¡Mamá! ¿Estás bien? - su hijo le preguntó acercándose y sentándose en el borde como si fuera la cosa más normal del mundo.
Estoy bien, tesoro – le contestó poniendo una de sus manos sobre la pierna del joven. Iván le tomó la mano y se la besó con pasión -. A ti – dirigiéndose a Julio – no quiero verte nunca más, ¡¿Me oyes?!
Cálmate, Claudia... Vístete. Vamos a acabar con todo esto. Andrés nos espera en el comedor.
¿Qué más va a hacerme? Ya no puede humillarme más de lo que lo ha hecho...
Anda, vístete. Voy a buscar a Ingrid. - sentenció, pensando abrumado que las humillaciones solo habían hecho que empezar.
Claudia se miró a su hijo de una manera que hizo que Iván tuviera que preguntarle:
¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me miras así?
Pásame la toalla – dijo, tras sacar el tapón de la bañera y poniéndose de pie. Iván le acercó una gran toalla blanca -. Todo lo que hemos hecho, tú y yo...
No digas nada, mamá...Lo sé. No quieres que se repita.
Por primera vez desde hacía más de dos horas, Claudia sonrió. Salió de la bañera. Dejó caer la toalla hasta el suelo y se abrazó a su hijo.
Quiero que se repita, tesoro. Quiero que se repita muchas veces... Pero hoy no, ¿vale?
Mamá... No sé qué decir...
No digas nada y bésame – Claudia le estampó un sonoro beso en la boca.
Te quiero, mamá – respondiéndole con su lengua adentrándose entre los labios de su madre.
Yo también, mi cielo. Vamos a buscar algo con qué vestirme.
Julio abrió la puerta de la habitación donde se encontraba su hija con los dos guardaespaldas. No sabía muy bien lo que iba a encontrarse aunque se lo imaginaba pues la había oído gritar y chillar como a una posesa y no eran precisamente gritos de dolor, ni gemidos de queja.
¡Papá! - exclamó Ingrid. Estaba sentada en la cama, desnuda, apoyada la espalda contra el cabezal. Se estaba limpiando la cara con la sábana. Los dos negros se estaban vistiendo, aparentemente muy satisfechos.
Cariño, ¿estás bien? - lo primero que le pasó por la cabeza fue que, por lo menos, no se habían corrido dentro de ella.
¡Genial! ¿Sabes qué me han dicho, papá? Por cierto, no se llaman Tom y Jerry...Se llaman Fatou y Mamadou.
No, hija. ¿Qué te han dicho, Fatou y Mamadou? - lo segundo que le pasó por la cabeza fue que su hija se había convertido en pocas horas en una estupenda mujer.
Me han dicho que no tengo nada que envidiar a todas esas mujeres que salen en sus películas...
Su hija puede llegar muy lejos, Julio – Ingrid se había puesto de pie y abrazaba cariñosamente a Mamadou -. Tiene algo que la mayoría de las mujeres blancas no tienen...
Ya...¿Y qué es eso tan especial que tiene mi hija?
Es natural. Disfruta y hace disfrutar – Mamadou se agachó y la besó en la boca.
Solo hay una cosa que todavía no hago del todo bien, ¿verdad, chicos? - Ingrid acompañó la frase con el gesto que se hace cuando se quiere imitar una felación - lo tercero que le pasó por la cabeza a Julio fue que ya no podría volver a mirarla como a su hija.
Es cuestión de práctica, Ingrid – ahora era Fatou quien la abrazaba “cariñosamente”.
Vaya por Dios... Ahora, necesito que te vistas. Don Andrés nos espera en el comedor – sentenció, Julio.
Ya voy, papá.
Los dos guardaespaldas salieron de la habitación. Al llegar al comedor y ver que su jefe no estaba, uno le pidió al otro que se quedara con la familia y se fue al coche para comprobar que todo iba bien.
Fatou comprendió enseguida que Andrés estaba muerto. Por desgracia había tenido ocasión de ver a muchos hombres morir, la mayoría en el mar. Ahora, su patrón yacía sin vida, en el asiento de su todo terreno. Junior, el perro, parecía que también lo había comprendido y emitía una especie de gemidos, graves, lastimeros. Entonces, algo llamó su atención. Andrés mantenía en sus manos su teléfono móvil. Fatou lo cogió y vio que estaba en posición de grabación. Le dio al cuadradito rojo para interrumpirla. Dudó un instante y finalmente se sentó en el asiento de al lado y pulsó la tecla “play”.
Andrés y Carmen
Mucho tiempo atrás
Andrés volvía a casa. Lo que debía haber sido un viaje de dos semanas terminó por convertirse en una estancia de mes y medio. Los negocios fructificaron, los acuerdos se firmaron y las celebraciones se sucedieron, noche tras noche. Su anfitrión, uno de los narcos más importantes de Colombia, no se privaba de nada: el mejor alcohol, los mejores puros, la mejor cocaína y las mejores prostitutas de todo el Caribe. Andrés, a sus cincuenta y seis años, vivió una segunda juventud. Cada noche, con la ayuda inestimable de un cóctel especial que le otorgaba unas erecciones potentes e interminables, se follaba a las chicas – algunas de ellas ni siquiera tenían la mayoría de edad – más hermosas e impresionantes que jamás había conocido. Auténticas orgías en las que se hacía de todo. Llegó a esnifar coca directamente del ojete de una mulata, mientras dos chicas le chupaban la polla con deleite hasta correrse en sus bocas... Pero nada comparado con aquella belleza con la que compartió toda una noche. Bárbara, se llamaba. O se hacía llamar. Escultural. Con unos pechos firmes que parecían dos globos. De piel lisa, tersa, suave, tostada al sol del Caribe. Y con una polla digna del mejor semental. Fue su primera experiencia con una trans. Y no iba a ser la única. Nunca antes se había comido una polla. Nunca antes le habían dado por el culo. Nunca antes se había tragado la lefa de un hombre. Pero, para él, Bárbara no era un hombre. Era una diosa. Una mezcla de Afrodita y de Apolo. El éxtasis color café.
Fue un mes y medio en el que se había olvidado casi por completo de Angela, de Carmen y de ese bebé que no era el suyo pero por el que se había compremetido a ejercer como padre. El día antes de embarcar en Bogotá, compró regalos para ellos. A Carmen le compró un par de picardías de seda natural, transparentes y ultra sexys. A Andrés Jr., le compró un sonajero y un móvil de estos que se cuelgan encima de la camita, ambos de artesanía colombiana. Y a Angela, una anillo de oro con un diamante. Iban a casarse.
Braulio lo esperaba en el aeropuerto. A diferencia de Manuel, nunca quiso ponerse el uniforme. A diferencia de Manuel, a Andrés le daba igual. Y a Angela, también. Braulio no era ningún problema. Nada tenía que ver con el joven chófer. Braulio hacía su trabajo y basta. Al menos eso era lo que pensaba hasta que unos días después Carmen lo puso al corriente de la situación.
Carmen esperaba impaciente el regreso del señor Andrés. Nunca hasta ese día en que la poseyó en la cocina mientras le preparaba su plato preferido, nunca antes había sentido en sus entrañas el fuego de la pasión. Se le ofreció enteramente. Sabía que no la amaba, pero a ella eso le daba igual. Cuando lo sentía duro dentro de ella, cuando le vertía su blanca savia en la boca, cuando la tomaba por detrás, por su agujero negro, como él decía; cuando ocurría todo eso ella sentía que él la deseaba. Y ella se sentía una mujer, en mayúsculas. Viva e incluso atractiva.
En su casa, el panorama era distinto. Tras la marcha de su hija mayor, María, se había quedado sola con sus cuatro hijos. Mientras estaba en la hacienda de Andrés, Lucía, su hija de quince años se ocupaba de los dos pequeños, cuando no iban a la escuela o los días de fiesta. En cuanto a su hijo mayor, Ernesto, de dieciocho años, apenas le veía el pelo. El dinero, sin embargo, no faltaba. El señor Andrés era muy generoso con ella. Los niños estaban muy contentos y, a su manera, se daban cuenta de que las cosas iban mejor para todos desde que la madre trabajaba en aquella casa.
Como si hubiera olido la presencia del señor dólar, una tarde se presentó Ignacio, el inútil de su marido y padre de los dos pequeños. Estaba sola en casa. Lucía se había llevado a sus hermanos al cine.
Hola, mujer – iba borracho y apenas se le entendía.
¿Qué haces aquí? - Carmen se le plantó delante, con los brazos cruzados por encima de su pecho.
Mmm...Soy tu marido. ¿Acaso lo has olvidado?
No, no lo he olvidado. Lo recuerdo cada día...
Eso está bien, mujer – se acercó a ella con los brazos abiertos -. Dame un beso – la abrazó y le estampó un beso en sus labios.
Carmen lo apartó con un empujón que hizo que el hombre se tambaleara.
Ni lo sueñes. Apestas a ron barato. Atufas como un cerdo...
¡Te voy a dar...! - se abalanzó sobre ella pero Carmen le sujetó con fuerza el brazo por la muñeca - ¡Suelta! ¡Suelta, hija de la gran puta!
Jamás antes Carmen hubiera hecho lo que hizo. Le dio un tortazo descomunal que, esta vez, si que hizo que el hombre cayera de culo.
Siempre he sabido que no eras más que una asquerosa ramera india... - soltó frotándose la mejilla tumefacta.
Cabrón. No eres más que un mierda.
Me he encontrado a María. Ella sí que me quiere...Y me lo ha contado todo... - consiguió levantarse y sentarse en una silla.
… - Carmen no se dignó contestar.
Me ha dicho que trabajas en una casa de alto copete y que el señorito se te cepilla cuando le sale de los cojones...
El señorito...El señor Andrés es mil veces más hombre que tú – Carmen se dio cuenta enseguida que no hubiera tenido que decir eso.
Así... - prosiguió Ignacio con un rictus de lascivia en su rostro -. Tengo razón...Eres una zorra india.
¡Lárgate! En esta casa ya no pintas nada. ¡Lárgate o...!
¿O qué? ¿Se lo vas a decir a tu macarra? - Ignacio se había levantado y se acercaba a ella amenazadoramente.
Sí. Se lo voy a decir...
No tuvo tiempo de terminar la frase. Ignacio se abalanzó sobre ella y la agarró del cuello con ambas manos:
¡Arggg! ¡Déjame! - Ignacio apretó todavía más fuerte - ¡Arggg!
No se lo vas a decir porque no está. No se lo vas a decir porque soy tu marido. Porque soy el único que tiene derecho a meterte la pija donde me salga de los huevos. ¿Te queda claro, india de mierda?
¡Paraaarggg! ¡Por fff arggg! - Carmen daba bocanadas buscando un poco de aire. Se le saltaban las lágrimas.
Voy a irme, soputa – aflojando la presión de sus manos -. Pero antes te voy a demostrar que ningún puto señorito es más hombre yo.
Ignacio no era así cuando lo conoció. Era un buen hombre. Había emigrado de niño, junto a su familia, desde Nicaragua, huyendo del hambre y de la misería. Lo había conocido en un baile y enseguida se gustaron. Trabajaba de albañil y se ganaba honrádamente la vida. La preñó enseguida y al poco de parir, la volvió a preñar. Y ahí empezó su particular bajada a los infiernos. Bebía, jugaba, iba de putas... Y empezó a pegarle. Por nada. Por una cena que no le gustaba. Por no encontrar ropa limpia. A insultarla. A tratarla de india, de gorda, de vaga, de no valer ni un polvo...Y hasta de eso se fue cansando. Hasta que desapareció de sus vidas. Como el primero.
Pero ahora la pesadilla volvía a comenzar. Carmen leyó en la mirada de su marido que estaba fuera de sí. Que era capaz de hacerle daño. Mucho daño...
Llevaba una bata de andar por casa, abotonada por delante. Ignacio agarró las solapas de la bata y tiró con fuerza haciendo saltar todos los botones hasta que quedó abierta de par en par. No llevaba sostén. Sus senos pesados, caídos enardecieron al hombre. Se los magreó con furia:
¿De quién son estas tetas? - pellizcándole los oscuros pezones.
¡Ayyy! Son tuyas...Tuyas... ¡Ayyy!
Quiso arrancarle las bragas pero la tela no cedía. Con el zarandeo, la bata terminó por caer en el suelo.
Espera...Ya me las quito yo – Carmen intentaba ocultar su miedo hablándole con suma suavidad. Iba a dejarlas en el suelo pero Ignacio le gritó:
¡Dámelas! - su mujer se las dio. Ignacio se las llevó a la nariz, husmeándolas como un sabueso -. Ese es el olor de mi mujer – proclamó al tiempo que las lamía -. ¡Hummm! Mi hembra. Dilo.
Soy tu hembra. Y tú eres mi macho – dijo, intentando que su voz no trasluciera el asco que le provocaba.
Qué veo aquí... Si llevas el chumino medio afeitado. ¿Te lo ha pedido el señorito? - le preguntó aferrándole el pubis con una mano.
¡Ayyy! Me haces daño... No, no me lo ha pedido él – mintió Carmen.
Ignacio la agarró por la muñeca y la arrastró hasta la habitación. La empujó violantamente haciendo que cayera sobre la cama. Carmen sabía lo que iba a pasar si oponía resistencia. No quería que le hiciera daño. Se apoyó con los codos y abrió las piernas.
Veo que lo has entendido – dijo mientras se sacaba los pantalones y los calzoncillos -. Esta zorra india quiere que su papito le dé verga... - prosiguió acabando de desnudarse por completo -. Dilo alto y fuerte. ¡Dilo!
Quiero que mi papito me dé pija – como en un murmullo, casi inaudible.
¿Qué? ¡Más fuerte!
Carmen observó a su marido. Estaba muy desmejorado. Muy flaco. Y no se empalmaba.
¡Fóllame, cabrón! ¡Dame duro, papito!
Se miró con rabia su flácida polla. Se miró con inquina a su mujer. Y se acercó a la cama.
¡Mámame la pija, zorra!
Dios mío, esto va a ser un calvario, pensó asqueada. Se sentó en el borde de la cama, le cogió la polla con dos dedos, le bajó el prepucio hasta que apareció el glande. Un tufo repugnante le invadió las narices. Se echó para atrás e hizo una mueca de asco. Ignació la asió por el pelo, tirando con fuerza, obligándola a abrir la boca.
¡Chupa, cabrona! - Carmen apartaba como podía la cara y cerraba los labios -. ¡Abre tu puta boca o te parto la cara! - la amenazó mostrándole el puño.
La mujer abrió la boca y dejó que el hombre le introdujera la verga. Le vino una arcada. Carraspeó. Ignacio le aprisionó la cabeza con ambas manos y la presionó contra su pubis. La nariz de Carmen quedó aplastada contra la pelambrera hedionda de su marido. Su verga empezaba a ponerse dura. A hincharse. Carmen estaba a punto de vomitar.
¡Así! Lo ves como sí que sabes mamar, pedazo de zorra.
La mantuvo en esta posición, apretándole la cara contra su pubis, hasta que Carmen le picó el muslo con la palma de la mano. Se estaba ahogando. Ignació le permitió coger aire. Carmen respiró a bocanadas, babeando. Ignacio volvió a follarle la boca. Carmen la sentía en su garganta, dura, gruesa. Durante un tiempo que le pareció eterno, su marido repitió varias veces la misma maniobra. Su mujer deseó que aquello terminara, que se corriera en su boca y pensó que la mejor manera para ello sería aplicarse en la labor, mamársela como lo hacía con Andrés. Pero...
¡Ya está bien! - la hizo levantarse y le metió la mano en la entrepierna - ¡Lo sabía! - exclamó mientras le hundía dos dedos en el coño -. ¡Estás cachonda! - sacándolos y llevándoselos hasta los labios – Mojada como una perrita en celo.
Ignació se tumbó en la cama y se apoyó contra el cabezal. Hizo que Carmen se sentara sobre él. Dirigió su polla hacia la raja de su coño y agarrándola por las caderas hizo que Carmen se la clavara hasta el fondo. La mujer soltó un tremendo alarido.
¡Papito ya está en casa! ¡Como en los viejos tiempos!
Cogió las manos de su mujer y las posó sobre su pecho. Por su parte, las suyas se pusieron a sobar las tetas de Carmen.
Ya sabes cómo me gusta... ¿eh que sí? - Ignació movió su culo hacia arriba a la vez que le retorcía los pezones.
¡Ayyyyy! ¡Hiiiiii! - Carmen hizo lo propio, presionando los pezones de su marido con las yemas de sus dedos.
¡Uffff! ¡Más fuerte! ¡Sé que te gusta! - Ignacio se encabritaba viendo el rictus de dolor en el rostro de su mujer.
Las acometidas eran pausadas pero de una extrema violencia. Hacía mucho tiempo que no lo hacían de esa manera: ella sentada sobre él, casi abrazados, retorciéndose mútuamente los pezones, mirándose extasiados a los ojos. Ahora, Carmen no lo miraba de la misma manera. Sentía más dolor que placer. Cerró los ojos y pensó en Andrés.
¡Mírame! ¡Mírame o te arranco los pezones! - exclamó pellizcándoselos brutalmente.
Carmen abrió sus ojos oscuros, sus ojos de india y decidió fingir que su placer era inmenso.
¡Hiiiiiiiii! ¡Hiiiiiiiii!
¿Te corres, puta?
¡Síiiii! ¡Aiiiiiiiiiii!
¡Te voy a dar toda mi leche, zorra!
Entonces, Carmen sintió como de su útero manaba un fluído caliente. Le estaba bajando la regla. Ignacio lo interpretó de otra manera. Se excitó como un macho cabrío. La agarró de las caderas y durante un largo minuto la bombeó con su polla hasta que lanzando un rugido gutural eyaculó toda su lefa en el coño de su mujer.
¡Joder! ¡Vaya pasada! ¡No veas cómo te has venido!
Ignacio apartó de un empujón a su mujer y se miró la polla tumefacta, teñida de rojo. Le miró el coño a su mujer, que no paraba de manar sangre; sangre y esperma. Dio un salto fuera de la cama.
¡Puta guarra! ¡Asquerosa! Casi me habías hecho olvidar que no eres más que una cerda.
Carmen temió que otro arrebato de violencia de su marido lo condujera a pegarle. Pero en lugar de eso, el hombre se vistió de nuevo y mirándola con grima le dijo:
¿Dónde tienes el dinero?
¿Qué dinero, Ignacio?
El que te da el señorito... Me lo ha dicho María. ¿Dónde lo escondes?
Ignacio se puso a revolver en todos los cajones de la cómoda, de las mesillas de noche, en los del armario ropero, echándolo todo por el suelo, como si de un registro policial se tratara. Carmen, a regañadientes, resignada, le dijo:
En la cocina. Lo tengo en la cocina.
¡Enséñamelo!
Sin vestirse, con los muslos mojados de sangre y lefa lo acompañó hasta la cocina. Abrió el tercer cajón del armario y dejó sobre la mesa una caja metálica de estas que llevan terrones de azúcar. Ignacio se la quitó de las manos.
No te lo lleves todo...Te lo suplico...Piensa en los niños...Piensa en tus hijos.
Ignacio ponía unos ojos como platos. Allí había mucha pasta. Mucha más de la que él era capaz de ganar en medio año.
Te voy a dejar un dólar...Para que les compres unos chuches. ¡Ja,ja,ja!
Ignacio recogió todo el dinero y sin más palabras se largó. Carmen se quedó anonadada, deshecha, humillada. Se miró el sexo, las piernas. Un pequeño charco sanguinolento se iba formando a sus pies.
Quince días más tarde, después de haber comprobado en sus carnes los beneficios que la cocaína proporcionaban al señor, de haber gozado como nunca de aquel hombre, le contó lo que vino a llamar la violación de Ignacio y el posterior robo de su dinero “honradamente” ahorrado.
Presente
Fatou en el coche
“Chicos, voy a ser breve. Esto se acabó para mí. Tomad buena nota de lo que os voy a decir. Lo primero y más importante: que firmen los cuatro... el documento que está encima de la mesa...”
“Abrid la guantera – Fatou la abrió -. Coged el revólver. Si alguno se resiste a firmar, amenazadlo con disparar...”
“ Cuando lo tengáis firmado, subís al coche y lo lleváis... conmigo … a Serguei... - Fatou conocía perfectamente al ruso; era el mandamás de la mafia y el productor de las películas pornográficas en las que ellos participaban -. El sabrá qué hacer”.
“ Una última cosa. A esos cuatro, no les digáis que la he palmado...”
Fatou salió del coche. Se puso el revolver por dentro del pantalón, en la parte de atrás. Cuando entró en el salón pudo oir como Claudia aseguraba en voz alta que ella nunca iba a firmar aquel contrato.
Fin del capítulo 12
Continuará