Capítulo 11
Estaba sucediendo de nuevo.
Me encontraba desnuda en el sofá, mordiendo un almohadón para reprimir mis gemidos, cosa que igual era imposible pues lo que me estaban metiendo en mi cuerpo era inmenso. Las persianas estaban bajas, para impedir que cualquier vecino develara la perversa verdad que se escondía dentro de mi casa. Sobre la mesa ratona estaba la taza de té vacía, con la porción de sopa inglesa comida por la mitad. De todas formas, en el pedazo que quedaba, ya no había semen.
Estaba sucediendo de nuevo.
Mi hijo me estaba cogiendo, montándome como a una vulgar puta. Al final había sido domada. Me había esforzado tanto por mantener a raya sus antojos (y también los míos), pero al final todo esfuerzo había servido solo para aumentar ese placer prohibido del que ahora estaba disfrutando. Por que sí, no podía dejar de recriminarme por mi debilidad, pero tampoco podía dejar de disfrutar de la hermosa pija de Dante. De su violencia y su belleza. De su ímpetu y su expertise.
¿Hasta qué punto podía llegar la degradación de una madre? ¿Había algo peor que cogerte a tu propio hijo? El sabor dulce mezclado con el semen que aún sentía en mi paladar me decía que efectivamente sí había niveles más bajos a los cuales caer, pues en ese mismo momento había alcanzado un nuevo grado de corrupción. En esta ocasión Dante no se había conformado con poseerme, sino que me había hecho participe de ese extraño fetichismo que tenía, y yo no solo lo había aceptado, sino que había disfrutado comer ese pastel, tratando de identificar, entre el sabor de la crema, el dulce de leche y el bizcochuelo, el peculiar gusto del semen. Me había tragado todo, mientras mi hijo, desnudo, me observaba con mucha atención, totalmente absorto ante mi reprobable accionar, con la mano acariciando su verga. Bastaron unos minutos para que tuviera una erección nuevamente. Su miembro viril, atravesado por venas, apareció erecto nuevamente. Erecto y amenazante, como una filosa espada imposible de esquivar.
Y ahora me estaba cogiendo.
Mis prendas estaban en el suelo. Cuando la monstruosa verga de Dante se había endurecido, ya no pude evitar que me despojara de la ropa, lentamente, sin que yo hiciera el menor esfuerzo para detenerlo. Lo hizo en silencio. Extendió la mano para llamarme. Yo me levanté y se la tomé. Me bajó el pantalón, me quitó la remera, y finalmente me despojó de la ropa interior. Todo lo hacía con movimientos lentos, largando profundos suspiros, su respiración entrecortada, sus dedos reflejando su ansiedad. Parecía querer extender esa inefable escena todo el tiempo que pudiera. Dejó las ropas en el suelo. Y yo no me molesté en levantarlas y tenderlas. No había tiempo para esas cosas. Cuando una se acababa de comer un pastel rociado con el semen de su hijo, hay ciertas cosas que de pronto parecen minúsculas. Quizás más adelante recogería del suelo los pedazos que me quedaban de dignidad. Pero ahora estaba dispuesta (y deseosa), de permitir que mi denigración continuase.
—Eso, mové el culo así —me susurró.
No me había dado cuenta, pero estaba hamacando mi trasero, adelante atrás, impulsado por la fuerza de mis caderas, acompañando los movimientos pélvicos de Dante. De pronto me dio una nalgada. Sentí ardor, y supe que me la había dejado colorada.
—Sí, así —dijo—. Dejame entrar por donde salí. Dejame cogerte por la misma abertura desde donde me pariste. Sentí la pija de tu hijo. Metétela entera —agregó, jadeante, dándome otra nalgada.
Como si aquellas palabras que le generaban tanto morbo me contagiaran, empecé a hacer movimientos más veloces, hasta que sentí su miembro completamente adentro. Mi sexo segregaba abundante fluido que permitía que semejante verga se resbalara con facilidad en ella, aunque, en ese momento, cuando tenía prácticamente veinte centímetros en mi interior, mis paredes vaginales parecían no poder dilatarse más. No obstante ya lo habían hecho lo suficiente como para que recibieran las embestidas de mi hijo con un dolor con el que podía lidiar, mucho más teniendo en cuenta que ese dolor venía precedido de un goce que lo atenuaba.
De pronto me tironeó del cabello. Giré la cabeza. Nuestras miradas se encontraron. ¿Sería que con esos ojos verdes lograba hipnotizarme? Ojalá pudiera tener una respuesta sobrenatural a mis decisiones.
Me dio un beso. Un beso cargado de una ternura que contradecía la brutalidad con la que me estaba poseyendo. Y es que todo lo que estaba pasando era una contradicción en sí misma. Un chico penetrando a su madre; una mujer madura sometida a los caprichos de su niño; un apareamiento prohibido en el lugar en donde tantas veces habíamos visto una película juntos; mis gemidos escapándose, cada vez más incontrolables, con el riesgo de que alguien nos escuchara. No había nada de lo que sucedía en ese instante que fuera mínimamente lógico y coherente, ni mucho menos razonable. Y no podía evitarlo. No podía ni quería que Dante me liberara de esa majestuosa pija.
Estuvo bombeando durante un tiempo que me pareció extensísimo, aunque probablemente solo habían pasado algunos minutos. El tiempo corre diferente cuando se está gozando. Y cuando el goce es tan íntimo, tan filial, tan ilícito, parece transcurrir aún más despacio, como si mi cuerpo y mi mente estuvieran tan absortas en esa copula inverosímil, que todo iba en cámara lenta.
Mis senos se restregaban con la cuerina del sofá. Y ahora sentía las manos de Dante hundidas en mis glúteos, aferrándose a ellos mientras me embestía.
—Vení —dijo. De pronto retiró la verga. Fue un movimiento lento, hasta que el falo quedó completamente liberado—. Subite encima —dijo después.
Se sentó, con la verga erguida como el obelisco. Su mano en la base, como vanagloriándose en sus dimensiones. Me miró arriba abajo, disfrutando de mi cuerpo. Siempre me sentía halagada cuando un chico de la edad de mi hijo me escrutaba con lascivia. La diferencia estaba en que ahora era justamente mi propio hijo quien lo hacía, e igual me gustaba. Aún me consideraba muy joven, pero, para una mujer, llegar a los treintaiséis con todo en su lugar no era tarea fácil. Sobre todo cuando se tenía un enorme culo que había que ejercitar a diario para mantener en forma.
—Esperá —dijo Dante, justo cuando me disponía a sentarme a horcajadas sobre él. Una pose muy comprometedora, pues me hacía difícil evitar el contacto visual con él, detalle que acrecentaba mi culpa—. Pasame la sopa inglesa.
Ya me imaginaba lo que tenía pensado el niño. Pero, por más que me negara, él terminaría haciéndolo de todas formas. Así que agarré el plato con los restos del pastel y se lo entregué. Entonces sí me subí a su regazo. Estaba tan dilatada que su prodigioso instrumento se hundió en mi sexo, casi por completo, mientras dejaba caer mi cuerpo sobre su regazo. Era como cuando tenía que ponerme un pantalón muy ceñido, parecía difícil, pero terminaba cabiendo, y me quedaba perfecto.
—Así me gusta mamita. Sumisa y complaciente —dijo él—. Dale, dame el gusto. Decí que te gusta la pija de tu hijo.
Dante llenó la cuchara con abundante crema blanca. Luego untó mis tetas con ella. Agarró una de ellas y la levantó. Después la lamió suavemente, quitando, de a poco, la crema que había puesto ahí.
—Qué rico —dijo, para luego seguir lamiendo—. Nunca pensé que podría ser tan delicioso.
A Dante no le gustaban mucho las cosas dulces. Menos las tortas, a las que consideraba empalagosas. Pero ahora se estaba dando un festín con mis tetas cubiertas de crema. Me reprendí por dejarlo usarme de esa manera. Una pensaría que después de dejar que tu hijo te penetre, lo demás eran puras nimiedades, pero ahora le estaba demostrando que en la cama podría tratarme como un objeto. Que podría hacer conmigo lo que quisiera. Que yo siempre satisfaría sus caprichos. Y ahora me presentaba como su alimento. Como algo que simplemente podría devorar hasta saciarse.
No obstante, esa idea apenas pasó como un concepto nublado en mi mente. Verlo comerme las tetas, ensuciando su boca con crema, me resultaba tan inaudito como excitante. Al igual que había pasado hacía unos minutos, empecé a moverme sin siquiera haberlo planeado. Mi cuerpo se hamacaba suavemente adelante atrás, sintiendo cómo aquel falo prohibido, con una dureza que me sorprendía a pesar de saberlo erecto, me hacía sentir un éxtasis inconmensurable.
—Dale, decilo —dijo Dante, en un exquisito susurro.
Tan perdida estaba en mi goce, que había olvidado lo que me había dicho. Pero ahora lo sabía. El nene quería que admitiera que disfrutaba de su verga. Un pedido infantil, pues era obvio que lo hacía. Pero él era muy fetichista, y disfrutaba sobremanera de ciertos detalles que a mí me parecían intrascendentes. No vi motivos para no complacerlo. En ese punto, con todo a lo que ya había accedido, era un detalle menor.
—Me gusta tu pija bebé —le dije—. Me gusta que te metas por donde mami te parió. Me gusta que vuelvas a meterte adentro de mí y que, mientras lo hagas, me hagas gozar como un verdadero hombre. Vení mi amor. Vení con mami. Volvé con mami.
Me sorprendí a mí misma oyéndome. No era necesario explayarme tanto para complacerlo. No obstante, esas palabras no se las decía solo a él, sino que era reconocerme a mí misma lo que sentía.
Dante me abrazó. Hundió su rostro entre ambas tetas y lo restregó. Luego chupó con desesperación, hasta que quedaron casi limpias. Sus manos se fueron directo a mi trasero, al cual estrujó con violencia. El contacto con su lengua babosa en mis pezones me hizo poner como loca. Cualquier resto de reticencia, que ya de por sí era casi nula, ahora desaparecía por completo.
Por lo visto mis palabras generaron el efecto que él esperaba, porque ahora parecía más excitado aún. Intentaba hacer movimientos pélvicos, aunque, por el hecho de estar abajo, con todo mi peso encima de él, le resultaba difícil. Así que dejé de hamacarme y empecé a dar saltitos sobre él.
Le di un beso. Un suave beso con el que saboreé su dulce lengua con sabor a crema. Luego Dante me besó el cuello, cosa que me produjo un placer indescriptible. Esas cosas, los besos, las caricias, las palabras, todo eso que iba más allá de la cuestión meramente genital, hacían que nuestra copulación se asemejara más a la de dos amantes, y no tanto a la de dos seres que se desahogaban subrepticiamente, ocultos del mundo que pudiera juzgarlos.
. Me sorprendió percatarme de que estaba llegando al orgasmo. Aumenté la velocidad de mis saltitos. Me di cuenta de que estaba gimiendo con una intensidad poco conveniente. Pero ya era demasiado tarde para preocuparme por eso. Me abracé a Dante, hundí mi cabeza en su hombro, intentando atenuar el grito que ya intuía iba a ser imposible reprimir.
Acabé. La reacción de mi cuerpo fue abrazar a mi hijo con más fuerza, con toda la fuerza que me daban los músculos contraídos debido al clímax, mientras soltaba el grito en su oído. Solo después de un rato me di cuenta de la terrible presión que estaba ejerciendo en él. Por suerte, mi chico era increíblemente fuerte, y ni se inmutó, a pesar de que en ese momento mi cuerpo parecía tener la fuerza de una tenaza que se cerraba sobre él.
Me separé de Dante. Entonces me di cuenta de que había largado una increíble cantidad de flujos sobre él. Pero no, no eran solo flujos. Nunca había tenido un squirt. O al menos no uno tan copioso como ese. Pero ahí estaba, y había enchastrado a mi hijo.
Me sentía avergonzada, pero él estaba más bien fascinado, hasta orgulloso por la peculiar reacción de mi cuerpo. Muchas personas ignoraban que el squirt estaba compuesto principalmente por orina, si bien no tenía olor. Quizás Dante era uno de ellos, o quizás simplemente no le importaba, o incluso le gustaba lo que había hecho. Después de todo, ya había demostrado varias veces que era todo un fetichista.
Por suerte el sofá no se había ensuciado. No podía creer que había accedido a hacerlo ahí. Estaba tan caliente que ni siquiera me molesté en pensar en eso. Cada detalle de lo que hacíamos estaba mal.
Dante se puso de pie. Su verga seguía dura, cosa que no me extrañaba. Era muy joven, y hacía algunos minutos había eyaculado sobre la sopa inglesa. La segunda erección solía durar más tiempo. Y sospechaba que esa interrupción haría que durara aún más. Mi hijo se quitó el preservativo empapado. El líquido que había salido de mí igual quedó impregnado en su ombligo y en sus muslos.
Pensé que me la iba a meter en la boca. Ya me estaba haciendo a la idea de sentir su glande en mi garganta. Pero en cambio me agarró de la muñeca y me hizo poner de pie.
—Vamos —dijo—. Quiero cogerte en toda la casa. Quiero que estés en donde estés, recuerdes lo que hicimos.
Me arrastró hasta la cocina. No era buena idea que nuestra lujuria estuviera repartida por todos los rincones de la casa, que hubiera rastros de nuestro secreto por todas partes, porque justamente generaría el efecto que Dante pretendía: que estuviera donde estuviera, recordara lo que me había hecho. Lo que habíamos hecho. Pero en ese momento no me opuse. Ya estaba entregada, y no quería negociar cada una de las ocurrencias de mi hijo, porque sabía que al final saldría ganando.
Me apoyé en la mesada, poniendo mi torso en ella. Separé las piernas. Durante unos segundos él no hizo nada. Supuse que se estaba deleitando con la imagen que le estaba dando. Entonces me agarró de las caderas. Sentí su glande invadiendo otra vez mi empapada hendidura. A pesar de que acababa de experimentar un orgasmo, me sentía lista para tener otro. Y a medida que ese pomo de carne se hundía más, mi cuerpo reaccionaba con una lujuria completamente renovada.
—De verdad, mamita… Qué orto impresionante que tenés —dijo, dándome una nalgada—. Por eso todos te quieren coger. Pero ahora sos mía.
Asumí que esas palabras cargadas de dominación eran solo producto del momento. Algún día tendría que acostarme con otro hombre y tener una vida normal. Él no pensaba realmente que podría someterme de esa manera, me dije, tratando de convencerme a mí misma de esa afirmación.
Dante agarró mi cabello y tironeó de él. Le gustaba hacer eso. Aferrarse a mi pelo negro como si fuera una montura. Mi espalda se arqueó. Me agarró del rostro con su mano libre, haciendo presión en la mandíbula. Me dolía, tanto la mandíbula como el cuero cabelludo. Pero una vez más, ese dolor me resultó insignificante en comparación a lo que sentía en mi entrepierna, por lo que dejé que fuera brusco, que me lastimara si eso lo excitaba.
Mi hijo arremetió sobre mí con una energía que evidenciaban sus jóvenes dieciocho años. Sentía sus testículos chocando continuamente en mis nalgas. Y me susurraba palabras denigrantes que, salidas de sus labios, se sentían dulces y eróticas.
Después de largos minutos, acabó. Me sorprendió que no quisiera eyacular sobre mí. Pero supongo que, después de haber concedido tantas perversiones, eso era algo que ya le daba lo mismo.
—Bañémonos juntos —dijo.
Me agarró del brazo y me llevó hasta el baño, sin molestarse a esperar la respuesta. Por lo visto, con mis acciones, le había dejado claro que aceptaba su papel de dominante.
—No hace falta que seas tan bruto. ¿No ves que estoy haciendo todo lo que me decís que haga? —le dije. Dante me dio una nalgada y nos metimos bajo la ducha.
—Podríamos extender esto hasta que termine el día —dijo. Luego agarró el jabón y me lo entregó—. Bañame —ordenó—. Como cuando era chico.
Pero ya no era chico, no. Las gotas que caían en todo su cuerpo hacían que sus músculos parecieran más marcados de lo que ya estaban. Dante era alto. Tenía los hombros anchos, y las abdominales marcadísimas. Los muslos eran muy gruesos. Y la pija que le colgaba, ahora fláccida, no dejaba de ser tan intimidante como fascinante. Era magnífica y monstruosa, como el propio Dante.
Pasé el jabón por su pectoral, haciendo movimientos circulares en él. Sentir esa firmeza, esa masculinidad reflejada en ese imponente físico, me hicieron darme cuenta de que el tercer polvo era inminente, pues yo, en ese punto, probablemente lo anhelaba más que él. Mis manos fueron a su abdomen. Recorrí su textura irregular debido a los músculos marcados. Y luego tomé su verga.
La levanté. Corrí el prepucio hacia atrás. El glande apareció, completamente desnudo, con restos de semen en él. Dejé caer el agua encima para que se limpiara. Luego lo froté con mi mano enjabonada. Dante acarició mi cabello, como en señal de aprobación por lo que le estaba haciendo.
—¿Te acordás esa vez que se me paró mientras me estabas bañando? —dijo.
Claro que lo recordaba. Dante ya estaba grande para que lo bañara, pero se había roto la clavícula jugando al fútbol, por lo que me vi obligada a hacerlo varias veces. Asentí con la cabeza, recordando esa primera vez que presencié la erección de mi niño. Quizás en ese momento debí tomar medidas. Pero había negado la evidente realidad. Me había hecho la tonta, como siempre hacía. Solo había atinado a mencionarle que no debería tener esa reacción cuando estaba conmigo.
—Me habías dicho que no se debería poner así cuando un chico estaba con su mamá —dijo Dante, recordando lo mismo que yo, mientras seguía masajeando su grueso miembro. Lo sentí hincharse lentamente en la palma de mi mano, mientras lo seguía enjabonando, aunque ya no era necesario. El falo estaba todo blanco, cubierto de espuma. Era la primera vez que lo sentía crecer en mis manos. Y no era una experiencia que pudiera pasar por alto. Era como un titán despertándose de un sueño—. Y la verdad que en ese momento no estaba pensando en otra cosa que no fueras vos —aclaró.
La última vez que intimamos me había reconocido que su deseo venía desde hacía años. Y que le gustaba hurgar en mi ropa interior usada. Pensar en eso me llenaba de vergüenza. Pero ahora estábamos en un “permitido”. Durante el tiempo que durase nuestra sesión de sexo, me sentía más tolerante a ese tipo de conversaciones, tan delirante en otros momentos. Pero ahora éramos inimputables.
—¿Qué cosas hacías cuando eras más chico? Cuando empezaste a sentir cosas por mí —quise saber.
—Te espié muchas veces mientras te duchabas —confesó Dante.
Sentí que su verga crecía esta vez con mayor velocidad. Tomó una consistencia mucho más sólida mientras pronunciaba aquellas palabras. Giré a ver la ventanilla que estaba a mi espalda, en la parte superior de la bañera. Esa ventanilla daba a un angosto pasillo que se interrumpía con la alta pared medianera. Desde ahí era que me espiaba, obviamente. Tendría que haber usado una escalera para asomarse. Era una tarea incómoda, pero para nada compleja, más bien al contrario.
—Nunca me di cuenta de que estabas ahí —dije—. Pero supongo que eso fue porque jamás se me había ocurrido que mi propio hijo me estuviera espiando mientras estaba desnuda. Nunca se me cruzó por la cabeza.
—También me masturbaba con tus bombachas usadas —siguió contando mi hijo—. Casi siempre las lavabas apenas te terminabas de duchar. Pero a veces te las olvidabas colgadas en la canilla de la ducha, o en la pileta.
¿Qué iba a decirle? ¿Reprenderlo por cosas que ya habían sucedido? Pero no solo no lo reprendí, sino que lo que me decía me alimentaba el ego de la manera más incorrecta que pudiera existir. Lo imaginaba haciendo un esfuerzo increíble por escabullirse y espiarme, y para robar mis prendas interiores, masturbarse, y luego devolverlas a donde estaban. ¿Nunca había notado restos de semen en ellas? Supongo que no.
—¿Ya te cogiste a tu tía? —solté.
Ni siquiera lo había meditado. Semejante panorama me generaba unos horribles celos. Y lo peor era que en el fondo sabía que Érica se sentía atraída por Dante. La manera en que aprovechaba para tocarlo cada vez que hablaban, las miradas de admiración, la complicidad que había siempre entre ellos, la sonrisa histérica cuando él la hacía reír. Gestos que no parecían acordes a los de una tía. Y el hecho de que yo misma lo haya empezado a mirar como a un hombre, me hacían pensar que no era muy descabellada la idea de que pudiera haber algo entre ellos.
—No —dijo Dante.
—Pero te la querés coger.
Ahora tenía una erección óptima. Nombrar a su tía bastó para que la alcanzara. Era increíble la potencia sexual que tenía el pendejo. Acababa de echarse dos polvos y ya estaba listo para el tercero. ¿Octavio había mostrado tanta virilidad? No pude evitar pensar que Dante era una versión mejorada de su padre. Al menos en el plano sexual lo era. El plano moral ya era otra cosa bien diferente.
—Sí —respondió mi hijo—. Me la quiero coger. Pero si vos me lo pedís, y si te portás tan bien como ahora, no lo haría.
—Ya sabés que lo de hoy es una excepción —dije—. Mañana quiero que volvamos a actuar como madre e hijo. No puedo lidiar con esto todos los días. Ya lo sé, no soy más que una negadora. Pero al menos así puedo vivir sin volverme loca. O eso creo.
Dante acarició mi cabeza, y luego hizo presión hacia abajo. Me puse en cuclillas, encontrándome con su rabo frente a frente.
—Entonces no te molestará que me coja a tía Érica —dijo.
—¿Tan seguro estás de que te la podés llevar a la cama? —pregunté. Y mientras esperaba la respuesta, me llevé su verga a la boca.
—¿Te contó que le di un beso? —preguntó él.
Levanté la vista. Pareció orgulloso al notar mi sorpresa. No hice más que seguir chupándosela, pero sin dejar de exigirle una respuesta con la mirada.
—Si no te contó eso, es probable que esté muy cerca de cogérmela —aseguró.
Su lógica era razonable. Si mi hermana no me había mencionado semejante suceso, era porque estaba haciendo sus especulaciones. Ya no me podía sorprender, pero no pude evitar sentirme decepcionada. Dante parecía disfrutar de mi turbación. Una parte de él gozaba con el sufrimiento de mi alma en la misma medida en que gozaba con el placer de mi cuerpo.
—Es una puta—dije, deteniendo mi felación por un instante—. Siempre se quiso coger a tu papá, y ahora te quiere a vos.
—Entonces no se lo permitas —propuso Dante—. Demos un paso más. Seamos amantes, aunque sea un día a la semana. ¿Qué te parece? Fijamos un día, por ejemplo los viernes. Los demás días seguimos siendo madre e hijo, pero los viernes hacemos lo que queramos. Sería lo mismo que ahora, solo que con mayor frecuencia.
—No —respondí, tajante—. Cogétela. Hacele lo que quieras. Pero contame cuando lo hagas.
Por esta vez, fue mi niño el que pareció sorprendido. Continué con mi mamada, con un dulce sabor a victoria. Realmente no podía odiar a Érica. Nunca lo haría. Mucho menos cuando yo misma me estaba dejando llevar por mis deseos más oscuros. Pero pensar en una relación entre ellos, si bien me generaba unos celos horribles, también me producía un extraño morbo. Quizás era que no quería ser la única. Quería que hubiera alguien más embarrada como yo lo estaba. Manchada por la suciedad del sexo incestuoso.
Dante sonrió. Una sonrisa tan hermosa como diabólica. Su mandíbula se tensó, y vi marcarse las venas de su cuello. Me agarró de la cabeza e hizo un movimiento pélvico, con el que me hizo tragarme su voluptuosa verga.
Me ahogó con su carnosa dureza, hasta que eyaculó. Estuve un rato largo tosiendo, mientras escupía el semen de mi hijo mezclado con abundante saliva, que luego se unió al agua de la ducha para perderse todo junto por la rejilla. Hasta sentí mi nariz congestionada, por lo visto se me había filtrado el semen por ahí. Dante pareció disfrutar de mi patética situación. Se enjuagó su miembro y salió de la ducha.
—¿Me avisás cuando esté la comida? —me preguntó. Y se marchó sin esperar respuesta, dando por hecho que lo haría.
Me terminé de bañar. Cuando llegó la hora de comer, preparé unos huevos revueltos con ensalada. Dante quedó petrificado cuando me vio revolviendo los huevos en un vol. Me había puesto un delantal de cocina. Pero lo raro no era la presencia del delantal, sino la ausencia de todo lo demás. Es decir, solo llevaba puesto el delantal blanco, con una tira atada en mi espalda. Eso y una tanga de hilo dental. Una que me había regalado mi hijo y que cubría tan poco que para lo único que servía era para resaltar mi desnudez.
Sonreí al ver el efecto que había causado en él. Mi idea era servirle la comida semidesnuda, algo similar a lo que él había hecho en la merienda. No sé por qué se me ocurrió hacerlo. Quizás justamente para tomarlo por sorpresa. Y ahora, como Dante había bajado antes de tiempo, me había encontrado con el culo al aire, mientras le cocinaba, tal como él me lo había ordenado.
Seguí batiendo los huevos, sin prestarle atención, aunque lo sentía en mi espalda, y sabía que me estaba mirando con intensidad. Oí la silla arrastrarse hasta que la puso a mis espaldas.
—Solo tengo que poner el huevo en la sartén y ya está —dije, sintiendo sus manos traviesas en mi trasero. La ensalada estaba a un lado—. Así que aguantate las ganas y no molestes.
—Pero si yo no molesto. Podés cocinar tranquilamente.
Me moví hacia la cocina, que estaba a unos pasos, sintiendo la mano de mi hijo palpando suavemente mi trasero. Cuando puse los huevos en la sartén, mientras revolvía para que no se pegara, Dante me abrazó por detrás y apoyó su verga en mi trasero. Otra vez se estaba endureciendo.
Luego de unos minutos serví el huevo en los platos. Pensé que entonces me tumbaría en el piso y me cogería, pero se contuvo. Por lo visto disfrutaba del juego. Me dio una nalgada y se fue al comedor, sin molestarse en llevar su plato.
Aparecí unos instantes después, meneando las caderas mientras llevaba los platos a la mesa.
—Excelente servicio —dijo Dante.
Acarició mis piernas mientras apoyaba su plato en la mesa. Luego fui a buscar un vino y unos vasos, asegurándome de moverme de manera sensual para que se deleitara con mi trasero que tanto lo obsesionaba.
Era la primera vez que actuaba de esa manera. Hasta ahora, en general mi papel consistía en acceder a lo que deseaba. Pero ahora me estaba haciendo cargo de que lo que pasaba era cosa de los dos. Yo no era una pobre mujer confundida que terminaba rendida ante la pija de su hijo, casi por la fuerza. No. Yo quería ser devorada por ese chico, así como él quería devorarme.
Me sorprendió que Dante comiera tranquilamente. Pero así lo hizo. Cenamos en silencio. Después me dispuse a levantar la mesa. Había abrazado mi papel de sirvienta, porque sabía que ese papel implicaba que él era el amo, y lo que quería mi amo era lo mismo que yo quería. Ser cogida de maneras indecibles por su hermosa pija.
Cuando levanté la mesa casi me siento decepcionada al no sentir sus manos en mi cuerpo. Llevé los platos y los vasos a la cocina.
—¿Querés un café? —le pregunté.
—Sí, pero antes quiero mi postre —dijo él.
Me indicó que me acercara, haciendo señas con el índice. Cuando fui a su encuentro, me agarró de las caderas y me hizo girar, con violencia. Me hizo ponerme sobre la mesa. Mi trasero frente a sus narices. Entonces me mordió. Sus dientes se hincaron con fuerza. Sentí cómo mi carne se contraía por la fuerza de sus mandíbulas. Debería reprenderlo por su agresividad, pero no dije nada. El nene estaba comiendo su postre, y lo estaba disfrutando. No iba a ser tan cruel como para interrumpirlo. Entonces me mordió la otra nalga, mientras acariciaba la que había dejado marcada y ensalivada.
Giré mi cabeza para hablarle.
—Cogeme de nuevo —dije, casi suplicando—. Cogeme todas las veces que puedas hasta que termine el día. Porque mañana…
—Mañana te voy a coger de nuevo —sentenció mi hijo.
La frase me estremeció, sobre todo, por la verdad que había en ella. Quizás no era exacta, quizás al día siguiente tendría la templanza de rechazarlo. Pero ambos sabíamos que esta no sería la última vez en la que dejaría que me penetrara. Quizás su propuesta de determinar un día de la semana para intimar no era tan mala.
Dante corrió la insignificante tela de la tanga hacía un lado. Y fue ahí cuando de verdad comió su postre. Me dio un beso negro con el que saboreó mi culo con un placer que se manifestaba en sus jadeos. Sentí su lengua dejando un río de baba ahí, entre las dos montañas que eran mis nalgas. Y después me cogió. Obviamente, me cogió. Ahí mismo, sobre esa mesa en la que cenamos tantas veces. Me cogió y yo alcancé el segundo orgasmo del día.
Por esa noche dormimos juntos. Hicimos el amor una vez más. Por la mañana me desperté y me encontré con que me había estado penetrando mientras dormía. Eso estaba mal. La cosa se estaba saliendo de control. Técnicamente me había estado violando. Pero qué iba a decirle, si yo le había hecho lo mismo, y más importante aún, disfrutaba tanto como él.
Continuará
Los capítulos doce y trrece de esta serie ya están disponibles en patreon, para quienes quieran apoyarme con una suscripción. Acá voy a subir un capítulo cada quince días. Pueden encontrar el link de mi Patreon en mi perfil.