Llevaba tiempo sin hablar con mi amigo Pepe Pina, uno de mis mejores compañeros durante la carrera, cuando recibí una llamada suya.
Habíamos terminado los dos la carrera de Económicas en la Complutense de Madrid. Después el realizó un Máster y se marchó a Londres a un banco de inversiones la City. Yo regresé a Sevilla a incorporarme a la empresa familiar, una empresa agroalimentaria con grandes extensiones en Andalucía.
Tras saludarnos brevemente, me pidió que le echara una mano a su madre que se acaba de separar y después de una vida muy regalada, se había visto obligada a volver al mercado laboral pasados los cincuenta años. Había estudiado Historia del Arte sin llegar a ejercer nunca y tras un mal acuerdo de divorcio, había encontrado un trabajo como vendedora de seguros.
—Imaginarás que tenemos ya nuestras pólizas concertadas —le hice ver.
—Ella necesita demostrar a su director que puede atraer clientes. Al menos, pídele un presupuesto, eso la ayudará.
—Ok. Veré que puedo hacer.
La semana siguiente a nuestra conversación, tenía que ir a Madrid a resolver unos expedientes en el Ministerio de Agricultura. La llamé, me presenté como amigo de su hijo, le puse en antecedentes sobre nuestro tipo de negocio y concertamos una cita.
Llegué a su despacho, situado en un edificio clásico del barrio de Salamanca de Madrid. Me pasaron a una salita pequeña, decorada con un estilo demasiado clásico para mi gusto. Una sonriente joven, me acompañó a otra sala donde apareció una señora esbelta, le calculo cerca de 1,70 sin tacones, con un cabello rubio ligeramente ondulado de peluquería, cayéndole por la espalda, más largo del que suele llevar una señora de su edad. Vestía un traje gris, entallado, con botines negros de medio tacón. En su bonita cara, levemente maquillada, unos preciosos ojos verdes similares a los que había heredado Pepe, te miraban directamente. Su piel aún no reflejaba la señal del tiempo. O indicaba los servicios de un buen doctor estético.
—Buenos dias Carlos, agradezco tu interés.
—No tienes por qué. Pepe haría lo mismo por mí.
Comencé a hablarle de nuestra actividad. Ella iba tomando notas, preguntaba alguna vez, dejándome hablar y yo me enrollaba hablando de nuestro negocio. Cuando miró su Rolex de acero, pensé que tenía otra cita. Se dirigió a mí con una sonrisa y clavándome esos preciosos ojos color verde mediterráneo, me sugirió.
—Se nos ha hecho tarde, son las 2:15. ¿Me dejas invitarte a comer y seguimos hablando?
—Acepto la invitación pero pago yo.
Antes de salir, pasamos por el despacho de su jefe al que me presentó. Todo servía para hacer méritos.
Fuimos a una cafetería cercana donde el camarero la saludó con familiaridad. Todo el mundo iba trajeado. Yo me había acostumbrado a vestir de sport, aunque eso sí, con ropas de marca.
Al sentarse, sus finas medias negras envolvieron un cruzado de piernas que no habría envidiado en absoluto al de Sharon Stone en Instinto Básico. Seguimos hablando del asunto de los seguros.
—Antes de venir hablé con el responsable de este área en nuestra empresa. En este momento podríamos estudiar una propuesta seria de seguros de cobro a la exportación —le anticipé.
—Como sabes por Pepe, acabo de incorporarme al despacho. Me informaré a fondo y. junto con el Sr. Andreu, el que te he presentado, mi jefe directo, os haremos una propuesta, solo en el caso de que considere que podemos hacerla seriamente.
—Pepe es un tío honesto. Ya veo a quién le ha salido —le sonreí.
—Me extraña que no vinieras nunca por casa. Pepe se llevaba muy mal con su padre y no trajo a muchos amigos. ¿Te apetece un café?
—Hasta las 7 no sale mi AVE de regreso.
— ¡Me encanta Sevilla! Estudié Historia y leí mucho de tu ciudad.
— ¿La conoces?
—He estado varias veces, aunque de la última hace años.
—Cuando venga Pepe os invito un fin de semana a los dos. Me apetece verlo de nuevo.
— ¡Genial! Eres una persona de éxito y sensato. Me gusta que mi hijo haya sabido rodearse de gente como tú.
Mientras me hablaba, no dejaba de mirarme a los ojos. No sabía definir mi estado bajo ese rayo láser doble, pero desde luego no me sentía indiferente a esa mirada. No era el tipo de mujer con el que yo solía relacionarme.
—Me gusta tu estilo Virginia, seguro que vas a tener éxito en el trabajo.
—Entre nosotros, este trabajo es temporal. Mi intención es abrir una galería de arte pero para ello necesito cobrar un dinero que está en manos del juez por culpa del divorcio.
—Te irá bien seguro, muestras seguridad y transmites confianza.
—Gracias, tú también me la has dado. Pareces mucho más maduro. ¿Eres mayor o menor que Pepe?
—Yo cumplo los 30 dos meses antes que Pepe.
Me agradaba su conversación culta que me recordaba a las que mantenía con mi novia sobre arte y arquitectura. Según avanzaba la tarde y los chupitos, se sintió escuchada y como si hubiese esperado la llegada del mesías, comenzó a desgranar su vida, sus momentos de felicidad, el orgullo de sus dos hijos, el golpe recibido tras la separación.
—Y ahora temo no estar a la altura de las expectativas que mi jefe tiene puestas en mí. Eres muy buen conversador, me estás estimulando a contarte hechos de mi vida que no suelo compartir—confesó—. Cuéntame algo de ti —invitó cariñosamente.
Le conté algunas vaguedades tratando de no exteriorizar mis sentimientos, y sin darme cuenta me vi hablándole de Marta, mi novia durante tres años, con la que había roto hacía unos meses.
—Los fracasos sirven también para formar la personalidad.
Se echó encima la hora de marcharme.
—Te acerco a la estación. Es lo menos que puedo hacer —se ofreció.
Al despedirnos, cruzamos nuestras caras en el protocolario gesto de darnos dos besos, encontrándose los labios frente a frente por un instante sin atreverme yo a más, ni sentir ella un gesto violento de evitarlo.
Sonreímos como dos niños que acaban de realizar una travesura.
—Te llamaré cuando tenga la propuesta —se despidió.
Sentado ya en el tren, tardé en reaccionar. Seguía pensando en esa comida, en esa mujer que miraba, escuchaba, se interesaba por tus dudas, tus miedos, sin percibir su edad. Tenía mucha clase, personalidad y ¡qué demonios! aunque fuera la madre de Pepe, estaba muy buena.
El efecto de la despedida aún duraba al llegar a Sevilla, no sabía procesar lo ocurrido. Una mañana, me pasaron una llamada al despacho. Era Virginia.
—Te llamo en referencia a la propuesta de la que hablamos el otro día. Me gustaría comentártela en persona.
—Sería lo ideal, pero no tengo ningún viaje a Madrid previsto.
—No sería necesario. En el despacho están muy interesados en vuestra compañía y me han autorizado a desplazarme a Sevilla.
— ¡Genial! ¿Cuándo te viene bien?
—Lo he organizado para el viernes, así me permitirá quedarme el fin de semana y recorrer la ciudad.
Quedamos en nuestras oficinas del barrio de Nervión. Nos sorprendió a todos al aparecer con una chaqueta ligera fucsia de solapas anchas, cerrada en un solo botón, y unos vaqueros entallados, con pata de pitillo, levemente deshilachados, alzada sobre unos zapatos divinos de tacón. Podría haber pasado por una chica de treinta tantos años. Solo una mujer con mucha clase podía vestir de esa forma.
La presenté a mi padre, destacando que era la madre de Pepe al que él conoció en una comida en Madrid a la que nos invitó a los dos.
—Encantado de conocerla Virginia. Independientemente de la ocasión profesional que la ha traído aquí, siéntase en su casa.
Luis Brecia, nuestro director de Administración y responsable de la relación con seguros, se mostró distante, tratando de demostrar que ese área era suya y no le gustaba la forma en la que le había obligado a recibirla. Virginia supo manejarlo bien, con la aprobación silenciosa de mi padre que al igual que yo, admiraba su estilo y seguridad. Finalmente, con las buenas artes de mi padre, se recondujo la reunión.
Después de la reunión la acompañé.
—Has estado genial. Por un momento parecía que a Luis le iba a dar un infarto — le dije orgulloso de su comportamiento.
—Tú padre me echó una mano. Y se lo agradezco. ¿Puedo invitarte a comer? Tú lo hiciste en Madrid, y yo lo pasaré como gastos de viaje —me dijo cogiéndome del brazo.
La llevé a un lugar muy típico no lejos de su hotel donde pudiera caminar con sus preciosos y caros zapatos, de diez cm. de tacón. Un sitio que pensé que quizás no fuera el más adecuado adonde llevar a una mujer de su estilo.
—¡Un lugar como éste, con un chico tan joven, me rejuvenece!
—Mi padre ha comentado que eras una señora bellísima.
— ¡Vaya! ¿Y su hijo que opina?
Mi lenguaje natural era menos poético. Yo le habrías dicho estás buenísima o algo parecido, pero debía comportarme.
—Que efectivamente, has aparecido en la reunión como un rayo de sol.
—Llamaré a Pepe para contarle tu atención.
La comida con Virginia debería figurar como una prima a mi favor en la contratación del seguro.
—Yo también le daré las gracias por recomendarme a la corredora de seguros con más clase de Madrid.
—Podría acusarte de machismo heteropatriarcal, pero la verdad es que me encanta recibir un piropo educado al que desgraciadamente ya no estoy acostumbrada. Sois muy amables.
Ojalá no percibiera mi embelesamiento. ¡Joder, como le brillaban los ojos, que buena estaba la madre de Pepe!
El vinito invitó a seguir abriéndonos y a hablar de nosotros.
—Me siento en esa etapa en la que estás a la espera de lo que la vida ofrezca, sin forzar nada.
A su vez ella me contó, de la manera más natural, que tras separarse tuvo una relación con un importante empresario de Madrid, hasta el verano pasado, que terminó cuando él trató de inmiscuirse cada vez más en su vida, en una etapa en la que ella debía mantener unas apariencias para que no afectaran negativamente en su divorcio.
—Ahora solo trato de recuperar mi libertad. No voy buscando aventuras, pero nada ni nadie me impiden hacer lo que me apetezca. ¡Vuelvo a ser una mujer soltera!
Cuando me preguntó si echaba de menos a Marta, me fue fácil hablarle de ella.
—A veces si me acuerdo. Era arquitecto y me enseñó muchos sitios interesantes de Sevilla que desconocía. ¿Qué planes tienes para estos días? —le pregunté.
— ¡Recorrer Sevilla!
— ¿Necesitas un guía?
—Tu ayuda ha sido muy generosa, no te sientas obligado.
—No es una obligación, estoy libre, he anulado mi reunión con el presidente de la Junta de Andalucía. —le dije con cierta complicidad
—Si a ti te apetece... ¡Me encantaría!
¿Qué si me apetecía? Nada deseaba más. Alargamos un rato más la comida, con mi cabeza maquinando sobre hasta dónde podríamos llegar. Decidí que si quería algo de mí… me lo haría saber.
La acompañé a su hotel en el mismo centro, para que descansara y quedamos en que la recogería a las 8.
Apareció impresionante. Unos ajustados pantalones negros de cuero con una camisa volada suelta, dejando al aire un maravilloso escote.
La guié a disfrutar de la noche sevillana, paseando por el barrio de Santa Cruz, recorriendo sus callecitas y plazas, afianzando la complicidad, utilizando un lenguaje mezcla de comedido y desenfadado.
—Me encanta pasear estas calles, liberada de clichés —exclamó mostrando su felicidad.
— ¡Sevilla te sienta fenomenal! —comenté riendo.
Era difícil pensar en algo mejor que ese paseo con una señora como ella que parecía sentirse feliz conmigo, compartiendo la noche más bonita y agradable que se podía pedir.
Llegamos a una placita mágica junto a las murallas del Alcázar. La plaza de Doña Elvira, uno de los lugares con más encanto del barrio de Santa Cruz, y quizás de toda la ciudad, de un marcado carácter sevillano, llena de restaurantes, terrazas y tiendas de artesanía, bordeada por la antigua muralla árabe, una fuente central rodeada de naranjos, decorada con bancos de azulejos. Poseía un «color especial» y un inconfundible olor a azahar.
Había reservado mesa en la un coqueto restaurante de la plaza.
—En esta plaza se fraguó la leyenda del mayor conquistador del mundo entero: Don Juan Tenorio. Aquí vivía Doña Inés con su padre, Don Gonzalo de Ulloa, cuando Zorrilla, precursor romántico de Bécquer, los inmortalizó.
Virginia sentada bajo el cielo estrellado de Sevilla, escuchaba ensimismada, mientras yo, atrapado por su forma de mirarme, fantaseando con asaltarla como haría Don Juan.
—Al destruirse el palacio construido, la plaza acabó convertida en Corral de Comedias, donde estrenó sus obras, ni más ni menos, que Miguel de Cervantes.
—La plaza es preciosa. No recuerdo si había estado antes en ella.
El efecto de la bebida había evaporado el sentido «vergüenza», se sentía fenomenal compartiendo vinos, versos y halagos con «su Don Juan». La noche iba pasando de forma divertida, cultural, y también, acercándonos.
De regreso, la llevé a través de una callecita por la que no cabíamos los dos a la vez, el antiguo callejón del Beso, donde una placa de la pared lo señalaba.
Me miró con una sonrisa que parecía diferente. Se me acercó despacio y depositó un suave beso en mis labios. Me pilló desprevenido y debió notar mi sacudida.
—Supongo que es la tradición en este lugar —dijo comenzando a andar.
No sabía si el efecto de la bebida relajaría sus defensas. ¿Se atrevería a más? ¿Y yo? ¿Podría olvidarme que era la madre de Pepe?
Al despedirnos en la puerta del hotel, el olor de su fragancia hizo aletear mi nariz, embriagándome.
— Gracias por un día tan bonito…. —se despidió.
Me miró, con esa mirada fija de ojos verdes, emanaba de ella una sensualidad que no había contemplado nunca. Mis manos no querían soltar las suyas. Le ofrecí mi boca, y al sentir el contacto de mis labios mordisqueando los suyos, recuperó todo el deseo de besar en ese instante. Se entregó a ese beso con toda su alma. Pero aunque su cuerpo delataba que deseaba continuar la caricia de sus besos, se despegó sin forzar.
Me quedé con ganas de más. De momento me dejaría llevar. Era maravilloso disfrutar de la compañía de una mujer de su edad. ¡Qué más daba su edad! No llevaba los años, los exhibía. «Espero que me perdones Pepe, pero voy a tratar de follarme a tu madre».
Al día siguiente, pasé temprano a recogerla, dispuesto a recorrer las tortuosas callecitas, para lo que, a riesgo de incomodidad, eligió una plataforma alta. Aunque Virginia medía uno setenta, yo le sacaba media cabeza. Inconscientemente, se arregló de una manera más desenfadada, dejando suelta su melena rubia, vistiendo unos ajustados pantalones vaqueros y una camiseta de marca que se ajustaba perfectamente a su torso, remarcando unos altos pechos.
—Sevilla no se puede visitar en un día, ni en un mes… Vamos a recorrer paseando alguna de nuestras calles principales, aunque solo nos dará tiempo a ver algunas obras exteriores.
Empecé en la plaza de San Francisco de la que le conté su historia, desde sus orígenes visigodos cuando formaba parte de afluentes del Guadalquivir y se inundaba hasta su actual configuración en forma y tamaño, a partir de mediados del siglo XIX. Bajamos hacia la avenida de la Constitución, donde nos recibía majestuoso los edificios modernistas importados de Barcelona, de Gaudí y otros, que dio lugar al regionalismo, iniciado por Aníbal González.
Conocía la historia de cada edificio, el de Correos, el de Telefónica, el de la compañía de Santa Lucía a través de Marta mi novia, que me había hecho aprendérmelos de memoria.
—La Catedral la recuerdo —me avanzó.
—De la antigua construcción árabe sobre la que se levantó la actual Catedral, solo quedan el Patio de los Naranjos y la Giralda.
Esa mañana se apuntó la maravillosa temperatura sevillana, que nos acompañó durante nuestro paseo a lo largo de esa avenida.
Señalé el Archivo de Indias, Patrimonio de la Humanidad, explicando detalles de su origen.
— ¡Qué excursión más interesante! Pareces tu el historiador —Me agradeció sin poder contenerse.
—Dale las gracias a mi ex novia.
—En este momento prefiero que sea tu ex. Te quiero para mí.
No sabía si sus palabras eran literales pero mi deseo si lo era. La quería para mí.
Al llegar a la puerta de Jerez nos recibió una maravillosa placita rematada a su izquierda con el Hotel Alfonso XIII,
—Aquí estuve en una boda de mucho nivel —recordó ella.
Nos adentramos al patio central, y en el restaurante San Fernando, pedimos dos cafés.
—Vamos a hacer un alto y enseguida continuamos. Nos queda mucho.
Al salir de nuevo a la plaza Jerez, sin pedirle permiso, la cogí de la mano y atravesando callecitas y plazas, sin dejarla parar en tiendecitas, llegamos al palacio de Dueñas, en cuyo fresco patio de cuidadas flores y plantas se inspiró Machado que vivió allí. «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero».
Recorrimos salas, tapices legendarios, cuadros de incalculable valor y elementos arqueológicos procedentes incluso de la época prerromana.
— Conocer la historia, solo de este palacio, requeriría días. Nos vamos a dejar muchas obras por ver, si queremos visitar otros palacios. Así tendrás una «excusa» para volver.
Recorrimos calles, com ambiente festivo, con su explosión de colorido, una bailarina andaluza se contorneaba en la calle a los sones de un guitarrista que la acompañaba.
—Es una artista —exclamó.
—En Sevilla hay un artista dentro de cada sevillano.
Paramos en otro palacio, uno gastronómico, el Rinconcillo, el restaurante más antiguo de Sevilla. La inhibición entre nosotros fluía pareja al vino ingerido.
— ¡Me siento feliz! —Bebió su segunda copa de vino, pretendiendo ahogar en alcohol la constatación de una sospecha que cada vez aparecía más real —. Me encanta este tipo de salidas por tabernas típicas. Me encanta tu cultura y tu conversación.
—A mí me encantas tú —la sorprendí.
—A mí también me caes genial. Y sé que eres educado y sabes hasta dónde puedes llegar.
Una de cal y otra de arena. Exquisitamente de había advertido de que me controlara. A media tarde, le pedí a un conductor de coche de caballos que nos llevara al Parque de María Luisa.
— ¡Me estás mimando demasiado! Me da igual si aprobáis el proyecto del seguro, solo estar aquí ha merecido la pena. ¡Gracias Carlos!
—Lo estoy pasando genial.
Le hablé de la donación de la Infanta María Luisa de Borbón de ese parque a la ciudad, conté el origen de la plaza de España en la Expo de principios del siglo XX, la Glorieta de Bécquer.
—Sabes. Creo que Sevilla es la primera ciudad del amor, por encima de París —exclamó sincera—. La Torre del Oro, no la cambiaba por la Torre Eiffel, ni el puente de San Telmo, cruzando desde Triana, uniendo las dos orillas del Guadalquivir por los puentes sobre el Sena. El barrio de Santa Cruz no tiene nada que envidiar a Montmartre, ni la Giralda a Nôtre Dame, ni el Parque de María Luisa a los jardines de Marte.
Desde allí, tras tomar una pequeña merienda, la arrastré a un tablado flamenco sin preguntarle si le apetecía. Pedí unos vinos manzanilla, brindamos y en el brillo de sus ojos entendí que me autorizaba a avanzar.
—Eres genial Carlos.
Bailamos, nos reímos, se desmelenó, contorneaba su cuerpo, subía las manos agitándolas al ritmo de las sevillanas. Nos abrazábamos al terminar cada copla buscando el roce, sin que ella rechazara el contacto dejándose llevar, recuperando unas ganas de vivir que había olvidado.
—Wow, hacía mucho que no bailaba así —casi gritaba a la vez que bailaba.
Sobre las doce, decidimos retirarnos. La acompañé, caminando despacio, sin desear que se acabara el paseo, cogida por los hombros. Me dio las gracias por hacerle pasar un día tan bonito. No pude resistir ese olor tan cerca, y esos ojos taladrándome el deseo. Tomando su cabeza con mis manos, me detuve y le avisé con los ojos de que la iba a besar.
— ¿Este es otro callejón del beso? —sonrió con los ojos aún cerrados.
—Contigo lo serán todos. Te besaré en cada calle por la que pasemos.
—Me siento divinamente —aseveró...
¿Necesitaba una declaración en toda regla o se la podía dar por válida? No creo que hubiera confusión posible, no me hablaría así sino estuviera pensando en que sucediera algo.
—... Pero es una locura.
—A mí también me produce una cierta inseguridad esta situación, por Pepe, por la edad. Todo es nuevo para mí.
— ¿Qué edad te preocupa? ¿La tuya o la mía?
—La tuya, ni la sé, ni me preocupa lo más mínimo, eres atractiva, con una clase que me encandila… Una mujer muy especial.
—Tengo cincuenta y cuatro años. No necesito la autorización de mi hijo para nada, pero tienes razón, no creo que le gustara.
Nuestras palabras no expresaban lo que nuestros cuerpos decían. Hice mi última apuesta.
—Vivo muy cerca de aquí. ¿Por qué no subimos a tomar una última copa? Sin compromiso de nada.
Tardó unos segundos en responder.
—Debo estar completamente loca. Vamos.
Fuera estrategias. Ya estaba todo decidido. ¡Me apetecía tanto llevármela a la cama!
Cuando entramos en mi casa, nos recibió la luz de la luna proveniente de un gran ventanal. Poseía un loft en el centro de Sevilla, la segunda planta de un edificio clásico, de dos alturas, y una espléndida terraza.
Al ofrecerle la copa me alabó el gusto, la limpieza y la sensación de armonía que se respiraba. En esa época de mayo, era cuando más disfrutaba de mi terraza. Las noches de Sevilla mostraban la mejor temperatura del año, sobre todo cuando se ponía el sol.
Salimos a la terraza, a participar juntos de las vistas a la Giralda. Dejó su copa en la barandilla, retiró la mía, dejándola junto a la suya y, pasándome los brazos por el cuello, me besó. Abrió su boca con hambre. Nuestro primer beso de verdad, después de todo el día merodeando su boca.
—Este debe ser el apartamento del beso...
—Para ti será el apartamento del amor...
Nos dedicamos a disfrutar de caricias y besos, besos y caricias, sin prisa por precipitar el momento. Cuando ya hemos forjado la personalidad a través de las experiencias vividas, creemos conocer lo que va a ocurrir en una situación que se asemeja a otra. Como si fuera un deja vu. Pero esa noche me sentía un primerizo ante un tipo de flor que no había cultivado nunca, no sabía si le faltaba regalarla un poco más, que dosis de luz aplicarle, si debía aumentar el calor. Me miró a los ojos y en el verde de su iris, leí el manual de instrucciones. Mis labios fueron humedeciéndola, mis ojos le dieron la luz adecuada y mis dedos fueron proporcionándole ese calor que solo proporcionan las caricias sobre la piel hasta que se fue abriendo como las gazanias se abren, bajo los rayos de sol.
Mientras se arreglaba en el baño preparé el dormitorio, deseaba que ella sintiera importante, y decoré un escenario adecuado para su altura. Encendí ocho velas aromáticas alrededor de la cama, dando a la estancia un ambiente cálido e íntimo. No sabía qué tipo de relación podríamos ser capaces de mantener, pero iba a vivir una noche especial con una mujer tan increíble.
— ¡Qué detalle más bonito!
Comenzó a desnudarse muy despacio, con apenas la iluminación de la calle a través de las cortinas, hasta que se despojó de la última prenda ante mis extasiados ojos. La recibí dentro de las sábanas, desnudo de ropa y de prejuicios.
—No me lo creo aún…Ve despacio —me imploró.
Se metió en la cama y en mis brazos a la vez, con una delicadeza que le condicionaba la inseguridad que mi relación con su hijo y mi edad le generaba, y que el deseo de mi pene erecto, le transmitía. Saqué billete para emprender el viaje más excitante que había contratado nunca.
Volvimos a bailar, esta vez sobre una pista de sábanas blancas, en un baile de nubes, alargando el momento, mostrándonos tiernos y salvajes, transportando a Virginia en un viaje por el tiempo, recuperando sensaciones perdidas.
Inicié un tour guiado de su boca, por todos los rincones a los que tenía acceso desde mi posición. Circunvalé su cuello, descendí al pecho y escalé hasta encontrarme con su boca. La sometí a un asedio de caricias y besos, sin prisas.
Despacio, fue abriéndose de piernas, liberando el santo grial, facilitando que Indiana Jones supiera leer el mapa y encontrarlo. Tomó mi polla con suavidad, temiendo que me perdiera en esa ruta, marcándome el camino hasta su templo, guiándolo expertamente hasta dejarlo frente a la puerta de su altar. Con la mano libre que abrazaba mi espalda, apretó hacia sí, mientras se abría y, rodeando mi cintura, me abrazó con sus piernas.
Yo tomé esa acción a modo de disparo de salida, empecé a agitarme en su interior, con un deseo casi desconocido para mí, entrando y saliendo de ese jardín prohibido, en oleadas, como las olas del mar cuando llegan y rompen en la orilla, volviendo de nuevo a empezar.
Sus jadeos aceleraban mi ritmo, que lograba mantener conociendo mi capacidad de control antes de llegar al punto de no retorno. Era la primera vez que me follaba a una señora como ella y quería disfrutarla.
Sus jadeos habían subido de tono, su vocabulario comenzaba a mutar «sí, qué bueno eres, sigue, Mmm, qué rico» hasta que entre temblores cada vez más intensos, con la Giralda repicando dos campanadas, a modo de notario del suceso, se abrieron de par en par las puertas del jardín de Babilonia.
—La plaza es tuya —sonrió Virginia. Ya no había miedo, ni remordimientos.
Su rendición total provocó que mi última ola quedara atrapada en su orilla, explotando en una nube de espuma blanca.
Los dos permanecimos abrazados y así nos sorprendió la luz del sol al amanecer. Al verla aún a mi lado al despertar, comprendí que la noche anterior no había sido un sueño. Aproveché que dormía y disfruté de su cuerpo, desenrollándolo de su abrigo de sábanas blancas, besándolo por cada parte que iba surgiendo a la vista, aspirando ese olor maravilloso mezcla de restos de Chanel 19 y de la espuma que mi océano rompió en su playa.
Poco a poco, la humedad de mis labios, fueron devolviendo a la vida a esa efigie de marfil que, extendiendo sus brazos como los tentáculos de un pulpo, me atrajo hacia sí, besándome, con el mismo deseo con el que lo dejamos anoche.
Su renacer fue tan rápido, que me sorprendió girándose sobre sí, situándose encima, cogiendo esta vez con menos suavidad, el palo mayor de mi velero, lo situó en la bocana del puerto y con un pequeño balanceo soltó amarras, llevándome a navegar, abrazados los dos, por el mar de la sensualidad, mientras me ofrecía sus firmes pechos para que me asiera ante tan agitada travesía.
Su melena rubia envolvía su cara, a la vez que de su garganta salían truenos de placer. «dame fuerte cabrón, fóllame, no pares que te mato, mmmm, quiero correrme».
¡Como me gustaba verla disfrutar así! Quería más de ella, sin saber hasta dónde. Cuando sus fuerzas la abandonaron, «me cooorro» las mías seguían intactas. La descabalgué, la giré de nuevo en posición supino bajo mi protección y le susurré al oído.
—Prepárate a navegar por mares donde nunca te han llevado…
—Llévame contigo mi capitán pero no dejes de follarme durante la travesía…
Los vientos alisios me llevaron en volandas. Sin dejar que el palo mayor se cayera durante el vendaval que mi diosa Eolo había desencadenado, conseguí retomar el control de la nave, embestí contra ella con toda mi alma, haciéndola subir en olas de cinco metros y cayendo después, tomaba aire y elevándola de nuevo. Encaré de proa todas las olas, una tras otra, sobre las que subía y bajaba hasta que la siguiente ola la volvía a atrapar.
Estaba en el vórtice de la tormenta perfecta. La mujer más sexual que me había follado en mi vida, pidiendo más, la energía de mi polla en su cénit. Sus gritos eran los truenos de la tormenta, el brillo fuego de sus ojos los relámpagos que me electrizaban. Hasta que mi polla disparó un rayo que atravesó su vagina a esas horas dilatado como el Canal de Panamá por donde podía navegar un trasatlántico.
Entonces, apareció su alma de sirena, cerró sus piernas cual escamas y acogió entre ellas el mástil caído de mi nave. Se había creado una calma chicha, donde no soplaba ni una gota de aire que desplazara mi nave, y me dejé cobijar entre sus brazos como un puerto refugio.
La travesía la dejó con ganas de ir al baño, lo que aproveché para prepararle un café y tostadas. Apenas era capaz de alcanzar vasos y platos, de la sensación de flojedad que sentía en mi cuerpo.
La encontré de nuevo acostada al aparecer con la bandeja.
—Mmmm Si además de follar divinamente, me traes el desayuno a la cama, no me conformaré solo con ser tu amante.
—De momento, no cambies nada. Solo nos estamos conociendo.
— ¿Que me corriera cuatro veces es en tu vocabulario ir conociéndose? Wow estoy deseando que nos conozcamos a fondo.
—Esta mañana me desperté agitado por si no hubiera sido real nuestra noche. Al verte a mi lado, todo mi cuerpo se activó de nuevo —le confesé sin ningún pudor por abrirle mi alma.
— El sexo contigo ha sido increíble, lo que me extraña es que me haya pillado todo tan por sorpresa. Y te aseguro que no subí solo por sexo, sentí tu ternura durante todo el día.
—Yo no he disfrutado del sexo así en toda mi vida —le dije.
Tenía el tren AVE a las doce. Mientras preparaba su bolsa de viaje, nos hicimos un par de carantoñas. Antes de salir, nos dimos un beso de despedida, que se prolongó y prolongó. No quería marcharse.
— ¿Serías capaz de echarme un polvo en cinco minutos? —Me pidió deseosa de llevarse el último recuerdo para el tren.
La arrastré hacia el servicio y la subí sobre la encimera del lavabo. Llevaba un vestido ligero de viaje. Abrió las piernas, se echó hacia atrás y me apretó contra ella. Le sobraron dos de los cinco minutos, provocándole un orgasmo tan brutal, que le tuve que tapar la boca antes de que se alarmaran los vecinos.
La acompañé a la estación. No sabía cómo decirle que deseaba volver a verla.
— ¿Volverás a Sevilla? —le pregunté inseguro.
—Si aprobáis mi propuesta, no tendré más remedio...—respondió, rehuyendo sincerarse.
—Quedan muchos sitios por enseñarte. Patios, palacios, jardines… Estoy seguro de que te gustaría. Y a mí… me encantaría.
Se acercó a mí...
—No hagamos planes, vivamos el día a día —dijo antes de besarme como si fuera la despedida de la película Casablanca.