Capítulo 6
—¿De verdad… estás segura de que querés que duerma acá? —le pregunté a Aurora.
Estaba en un rincón de su habitación. Su pelo levemente ondulado y levemente rubio le caía a un costado y cubría parte de su hermoso rostro. A diferencia de su madre, quien era la única rubia al completo de la familia (aunque teñida), Aurora conservaba su color original. Un rubio que de seguro en su infancia había sido mucho más intenso, y más unánime, pero que ahora se alternaba con un castaño claro, similar al de Samara.
Me sorprendía que sus hermanas la hubieran expuesto a tener que dormir conmigo. Realmente no tenía los conocimientos necesarios como para tratar a una chica con sus problemas. No me sorprendía de Samara, aunque sí hubiese esperado que Abril aceptara dormir de nuevo conmigo. Después de lo que había pasado… Aparté la idea de mi mente, fastidiado conmigo mismo. ¿Es que todavía no podía entender que para ella aquello no significó nada? Y más aún, ¿por qué me sentía herido al reconocer esa verdad? Ni que estuviera enamorado.
—Sí, no hay problema. Además, no sería justo para las chicas —dijo. Y después, como meditando sobre lo que acababa de decir, agregó—. Aunque, supongo que esto tampoco es justo para vos. Digo, tener que cambiarte de dormitorio todo los días.
—No, la verdad que no lo es —dije, con sinceridad.
En realidad, se suponía que iban a ser dos días en cada dormitorio, pero un trato secreto entre Samara y Abril había alternado el orden, y eso me obligó a mudarme de habitación con mayor frecuencia a la que debería, cosa que obviamente no me caía nada bien.
—Supongo que es una de esas situaciones en las siempre tiene que haber uno que salga perdiendo. Y en este caso sos vos. Qué pena —comentó ella, encogiéndose de hombros, y volviendo a su dibujo.
Era Domingo, pero ni siquiera había pasado el mediodía. No quise pasar más tiempo en el cuarto de Samara. Extrañamente, sentí como si el ardor en la mejilla que ella había abofeteado volvía, como si me acabara de propinar ese golpe. Mi primera reacción ante su agresión había sido irritarme mucho con ella. Es decir, estábamos en la intimidad de su dormitorio, ella se me había tirado encima y me había besado, y llevaba esa pollerita tan linda… ¡Era obvio que iba a tomar eso como una invitación a coger! Y para que mi tortura fuera más larga, luego de su ataque de furia, la pendeja se había desvestido, hasta quedar solo en ropa interior, y se había metido en el baño para ducharse.
Mientras acomodaba mis cosas en el dormitorio de Aurora me pareció sentir, al igual que el ardor en la mejilla, la deliciosa sensación en las yemas de mis dedos mientras manoseaba esa tersa circunferencia.
Era cierto, lo de la noche anterior había sido un fracaso, pero nunca me olvidaría de lo exquisito que era sentir esas carnosas nalgas en mis manos. Abril me había develado lo maravilloso que era que una mano ajena se apoderara de mi verga. Pero con Samara experimenté lo morboso y excitante que era meter mano en un trasero tan perfecto como el que tenía. Si el precio por eso era un cachetazo, por mí que me diera mil.
Pero debía reconocer que me había propasado. Sí, las señales estaban. Pero había ido demasiado rápido. Había creído que el tiempo que duró entre que mis manos se metieran por adentro de su faldita, y el momento en el que intenté bajarle la tanga había sido considerablemente largo. Pero, viéndolo con detenimiento, todo eso apenas había sucedido en unos instantes. De seguro para ella fue algo muy brusco. No es que me compadeciera por ella, pero tenía sus motivos, no lo podía negar.
No obstante, Samara no pareció conservar el enojo que le había producido mis manos inquietas. Cuando volvió del baño solo lucía una toalla que la envolvía. Luego se puso una bombacha limpia, sin quitarse la toalla, obviamente, pero eso no evitó que, cuando la prenda íntima llegó a su destino, la toalla se levantara lo suficiente como para dejar su enorme trasero a la vista.
La idea de que me estaba provocando se vio reforzada con ese gesto. Pero después del cachetazo… supuse que solo lo hacía para despertar mi lujuria nuevamente y darle así otro pretexto para molestarse o para burlarse de mí. Esa chica estaba loca. Y yo no iba a darle el gusto de pisar el palito dos veces.
Sin embargo su actitud cambió hasta el punto de que vimos una película juntos.
De repente sonó un potente trueno que me hizo salir de mi ensimismamiento y verme de nuevo en el dormitorio de Aurora. El día estaba horrible. Papá y Amalia se habían ido a pasar el domingo a una casa que él tiene en el campo. Ambos nos habían advertido de que querrían tener sus momentos de intimidad, y yo los comprendía. Juntarse teniendo, en conjunto, cuatro hijos adolescentes, no debía ser lo más cómodo del mundo para una pareja recién formalizada. Pero los pobres habían elegido un pésimo día. Aunque, pensándolo bien, lo más probable era que aprovecharan para estar encerrados todo el día, cogiendo como conejos.
¿Cómo se tomaría Samara eso? No le quedaba más que aceptarlo, pero no podía evitar pensar que para ella podía ser todo un trauma que su madre se acostara con su amante (o examante, eso aún no lo tenía en claro). No por primera vez medité sobre ese vínculo entre papá y su hijastra. ¿Sería que habían tenido algo incluso antes de que papá comenzara su relación con Amalia? Eso lo cambiaría todo.
De repente reparé en que Aurora estaba temblando. Estaba cruzada de brazos, acurrucada en su silla. Pero en realidad no cruzaba los brazos de manera tradicional, sino que era como si estuviera abrazándose a sí misma. ¿Estaba teniendo otro episodio? ¿Por qué?
Más truenos rugieron en el cielo. Esta vez parecían más cercanos, y los relámpagos aparecían como un zigzagueante rayo que iluminaba el día oscuro, y se veía claramente a través de la ventana.
Aurora se puso de píe, casi como si diera un salto, y fue a buscar algo en uno de los cajones de su cómoda. Era un auricular. Uno de esos grandes, que cubren toda la oreja, y que además son acolchados. Se los puso, y lo conectó enseguida a su celular. Era extraño, parecía como si se hubiese olvidado de que yo estaba en su dormitorio. Entonces se recostó en su cama, en posición fetal, y empezó a hacer movimientos con todo su cuerpo, como si se contrajera y expandiera continuamente.
Maldije mentalmente. No esperaba que apenas unos minutos después de entrar en su dormitorio iba a tener que lidiar con su peculiar condición mental. Traté de deducir qué era lo que la había puesto de esa manera. Entonces recordé que Amalia me había explicado que, cuando la gente usaba pirotecnia (generalmente en las fiestas de fin de año), eso la alteraba muchísimo.
“Los truenos”, me respondí, orgulloso de haber llegado a la respuesta tan rápidamente. Los auriculares apoyaban esa teoría. No obstante, el hecho de saber la causa de su malestar no me servía de mucho. Nadie me había enseñado cómo debía proceder en esos momentos.
Me di cuenta de que no estaba histérica como ese día en el que me la encontré en medio de la calle, gritando cosas que me parecieron incoherentes. Parecía más bien que estaba tratando de controlarse.
Di un rodeo por su cama y ahora, viéndola desde otro ángulo, me percaté de que estaba llorando. Su rostro estaba desfigurado por un gesto de sufrimiento y por sus mejillas se deslizaban dos gruesas líneas de lágrimas. Verla así me conmovió profundamente, y me hizo sentir impotente.
¿Qué debía hacer? Parecía que esos movimientos corporales, esa posición fetal y ese autoabrazo que se hacía le servían para mantenerse a raya. Sobre todo el abrazo, decidí, aunque sin fundamentos.
Sin saber muy bien qué carajos estaba haciendo, me subí a la cama y apoyé mi mano en su hombro, como para que sintiera que no se encontraba sola. Entonces ella agarró mi mano, con una fuerza impresionante, y tironeó de ella, obligándome a arrimarme a su cuerpo.
—Abrazame. Por favor, abrazame —dijo Aurora, suplicando.
No iba a permitir que se viera obligada a pedírmelo de nuevo. La abracé por detrás. Ella se acurrucó aún más, tirando el trasero para atrás, lo que, inevitablemente, generó que este se apretujara con mi pubis.
Hasta el momento la experiencia me parecía de todo menos erótica. Pero ahora la cosa empezó a cambiar. No podía olvidarme de que Aurora era preciosa. Y ese culo, sin ser tan despampanante como el de Amalia o el de Samara, igual era muy pulposo. Sentía la suavidad de sus glúteos justo en mi verga. Traté de apartarme un poco, pero ella me tenía aferrado del brazo de tal manera que no logré hacerlo. Además, ese estrecho abrazo, por más sensual que pudiera parecerme, a ella realmente la estaba reconfortando, porque ya dejó de moverse con la misma vehemencia de hacía un rato, y también había dejado de llorar. Así que desistí de mi intento de alejarme, no sin sentirme contrariado, pues mi cuerpo no solía obedecer a mi mente en situaciones como esa.
Con la otra mano acaricié su cabello con ternura. Quise decirle algo para acrecentar su sensación de protección, pero estaba escuchando música clásica a todo volumen, lo que de seguro la tranquilizaba, así que me quedé callado, simplemente abrazándola y acariciándola, como lo estaba haciendo.
Entonces alguien llamó a la puerta. Aurora no lo oyó, obviamente. Ella seguía en ese extraño mundo en el que habitaba. Golpearon de nuevo.
—Em… ¡Aurora tiene un episodio, o algo así! —dije.
Inmediatamente la puerta se abrió. Samara y Abril aparecieron en el dormitorio.
—¡Degenerado! ¡¿Qué le estás haciendo a mi hermana!? —exclamó Samara. No me estaba gustando nada que repitiera esa palabra nuevamente al referirse a mí.
Me di cuenta de que mi pose era bastante comprometedora. Era evidente que el trasero de Aurora estaba apoyado en mi verga. Y lo peor era que esta ya estaba hinchada, como de costumbre. Miré horrorizado a las chicas. Pero no podía cambiar de posición, porque, si lo hacía, era muy probable que quedara expuesto ante ellas.
—Em… ella me pidió que la abrace. Y desde que lo hice está mejor —dije—. No quería que le agarre otro ataque como el de la otra vez.
—¿Y hace falta que la abraces así? —dijo Samara.
—Em… —balbuceé.
—No. Está bien —intervino Abril—. A ella le hace bien que la abracen en estos momentos. Antes lo hacía Fabián, su novio. Qué bueno que estuviste acá cuando te necesitó. Aunque me sorprende que se deje abrazar por alguien que apenas conoce.
No pude evitar notar que no parecía para nada molesta por la extraña situación, aunque sí había cierto atisbo de incomodidad. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? ¿Creería que de verdad me estaba aprovechando de la situación? No podía ser eso, si no, no me hubiese defendido. ¿Estaría celosa? Ojalá, me dije, aunque no supe explicarme qué beneficio sacaría de ello.
A todo esto, Aurora parecía no enterarse de lo que sucedía a su alrededor. Seguía acurrucada, pegada a mí.
—Bueno, dejémoslos solos —dijo Abril—. Si hacemos escándalo, podría ponerse peor.
La hermosa bruja, vestida de negro, como de costumbre, abandonó la habitación. Pero Samara se quedó unos instantes más.
—Ojo —dijo, acompañando la palabra con el gesto característico. Luego se marchó también, y cerró la puerta.
Definitivamente, la situación era rara. Pero en ningún momento pensé en darla por terminada. Me quedé unos minutos más abrazando a Aurora. Ahora se había quedado quieta. Pensé que quizás estaba dormida. Lo malo era que mi verga seguía reaccionando al contacto con su hermoso culo. Había zafado de que sus hermanas vieran mi semierección, pero si ella salía de su trance, o de lo que fuera que tuviera en ese momento, sentiría en su trasero algo, si bien no sólido, sí de cierta rigidez.
Pero antes de que pudiera apartarme un poco, para evitar quedar en evidencia, ella misma giró sobre sí misma, para encontrarnos frente a frente. Al hacerlo, su trasero se restregó con mi verga, haciendo que me sintiera aún más excitado.
Aurora aún tenía los ojos brillosos y rojos. Saqué un pañuelo de mi bolsillo, y se lo entregué. Ella se sonó la nariz y se secó los ojos y la mejilla con el puño de su pulóver.
—Perdón —dijo, avergonzada—. Debo tener una imagen deplorable.
—Para nada. Además, nunca vas a darme una peor imagen de la que yo te di cuando nos conocimos —dije.
Ella soltó una carcajada, recordando la vez que me encontró desnudo en el patio trasero. Me alivié mucho cuando la vi reír. Y sí, tenía una hermosa sonrisa.
—Por un momento pensé que eras mi novio Fabián —dijo. De repente se interrumpió, frunciendo el ceño—. Mi exnovio —aclaró después, apesadumbrada—. Por eso te pedí instintivamente que me abraces. Perdón por ponerte en esta situación.
—Pero si no tengo nada que perdonar. Además, si pude ayudar un poquito, me alegro mucho.
—Sí, la sensación de sentirme abrazada siempre ayuda, aunque normalmente tiene que ser el abrazo de alguien muy cercano. Es raro… después de que me di cuenta de que no estaba con mi novio, me largué a llorar, pero igual no me sentí invadida sabiendo que vos me abrazabas.
—Bueno, em. Lo tomo como un halago, supongo —dije.
Aurora sonrió. ¡Qué hermosas eran las mujeres de esa casa, la puta que me parió!
Afuera llovía con fuerza, y había bastante viento. De repente sonó otro trueno. Entonces Aurora se acercó más a mí. Nuestros rostros quedaron muy cerca uno de otro.
—Si ves que actúo raro a veces, como recién, es porque uso ciertos mecanismos reguladores de estrés. A veces me hamaco en una silla, me tapo los oídos y escucho música —otro trueno sonó terriblemente fuerte—. Perdoname. Me voy a poner los auriculares de nuevo. No puedo soportar la tormenta.
—Claro. No hay problema —dije.
—¿Te molesta si…? —preguntó, sin terminar la frase. No obstante, cuando se arrimó más a mí y extendió un brazo, me quedó en claro lo que quería.
La abracé, esta vez estando frente a frente. Ella hundió su cabeza en mi hombro. Realmente podría estar todo el día abrazándola. El problema era que no soy de madera. De hecho mi verga seguía hinchada. ¿No se daba cuenta de eso? ¿O simplemente no le molestaba? O quizás era exactamente lo que quería sentir, pensé, aunque la idea me parecía inverosímil, más propia de mis fantasías que de la realidad. Imaginé que cuando su novio la estrechaba en sus brazos tampoco podría evitar la reacción de su propio cuerpo. ¿O era yo un mente podrida que solo podía ver a mis hermanastras como objetos de mi deseos?
De pronto nuestros cuerpos giraron, producto de un suave pero determinado movimiento de Aurora. Y ahora quedaba encima de ella. Supuse que era lo más cómodo para mi hermanastra. Estar de costado era algo molesto. Pero ahora la pose se parecía mucho más a una pose sexual. Mi pubis estaba apoyado en el de ella. La miré. Parecía muy apacible ahora que tenía el auricular puesto. Tenía los ojos cerrados, pero evidentemente no estaba durmiendo. Escuchaba música a todo volumen y su linda boca dibujaba una leve sonrisa.
No, no había segundas intenciones en su actitud, decidí. Se veía demasiado cómoda, demasiado inocente. Simplemente se sentía a gusto conmigo. Qué locura, si recién nos conocíamos.
Y la tormenta seguía azotando. No parecía que fuera a terminar pronto. Me quedé encima de ella unos minutos. Nuestras respiraciones se mezclaban y su rico perfume parecía adherirse a mi cuerpo. Sentí su frustración por ser diferente. Sentí su soledad, al igual que me había pasado con Abril. Y me percaté de que, pese a mi antiguos prejuicios, desde la primera vez que la vi en esa casa, surgió en mi interior una espontánea simpatía hacia ella.
Acaricié su cabello con suavidad. La sonrisa de Aurora se ensanchó. Sentí que mi verga daba un brinco dentro de mi pantalón. ¿Qué tan sumida en su mecanismo antiestrés estaba como para no percatarse de mi excitación? Aún no tenia una erección plena. La estaba controlando con todas mis fuerzas. Pero la consistencia de mi pija no podía confundirse con un miembro fláccido.
Aurora tarareó la música instrumental que estaba oyendo. De repente hizo un movimiento pélvico, restregando su entrepierna con mi verga. ¡Qué carajos! ¿De verdad me estaba provocando? Traté de controlarme. Era una persona cuya mentalidad era muy diferente a la mía. No sabía qué había en su cabeza, y hasta hacía unos instantes me había advertido que me estaba confundiendo con su novio.
Ahora todo su cuerpo se movió, ondulante. Como si una ola lo atravesara arriba abajo, restregando esta vez cada parte de su humanidad en mí. Sentí sus senos apretarse en mi torso. Eran senos firmes y de un tamaño más que apetecible. Como no era de utilizar ropa escotada ni tampoco muy ajustada, era fácil pasar por alto esas tetas, cosa que ahora, con la inmensa proximidad de nuestros cuerpos, no sucedía.
Y ahora sí, estaba al palo. Mi verga parecía querer atravesar mi pantalón y meterse en la dulce hendidura de Aurora. Acaricié su cabello nuevamente, y nuevamente ella sonrió. Luego acaricié su mejilla. Era preciosa. Si se evaluaba solo el rostro, era la más linda de la casa, indiscutiblemente. Sus labios eran carnosos y en la mitad de ellos tenían una sutil marquita que los dividía y lo convertían en algo exuberante. El mentón estaba levemente hundido en el medio, lo que le daba a su rostro de pómulos prominentes un aspecto tan singular como bello.
—Cogeme —dijo—. Eso siempre me alivia en momentos como estos —susurró después.
Me quedé boquiabierto. ¿De verdad me estaba pidiendo que la penetrara? Ciertamente no era el momento más oportuno. Sus hermanas andaban por ahí, y podrían entrar al dormitorio de nuevo en cualquier momento. Y sin embargo ahí estaba mi verga endurecida por completo, palpitando, queriendo ser liberada y por fin dejar la virginidad en el pasado. Y esas dulces palabras parecían instarla a cumplir sus deseos. Deseos primitivos que mi cabeza no podía reprimir.
Sin dejar de hacerle sentir la calidez de todo mi cuerpo en ella, para no romper con el hechizo del momento, me bajé el cierre del pantalón. Aurora pareció percibir el movimiento, porque, una vez que lo hice, su pelvis se frotó nuevamente con ella, y esta vez con una intensidad mayor. De pronto su mano envolvió mi tronco desnudo.
El placer de sentir una mano ajena nuevamente en mi sexo fue tanto, que sentí que la eyaculación podría venir en un santiamén.
—Cogeme Fabi, cogeme —susurró Aurora.
El alma se me vino al suelo. Fabián, su exnovio. Mi primera impresión había sido acertada. No entendía si estaba dormida o qué, pero evidentemente, el peculiar estado en el que se encontraba no le permitía discernir la realidad por completo. Su mente vagaba por otros mundos, y en esa lejanía solo reconocía que su expareja solía cogérsela para aliviar su estrés.
Con una profunda decepción, y con mucho esfuerzo, liberé mi miembro de su tenaz mano, procurando no hacer movimientos bruscos que pudieran sacarla de manera violenta de ese extraño estado en el que se encontraba. Metí mi verga dentro del pantalón, no sin esfuerzo, pues su consistencia hacía la tarea difícil, y finalmente levanté el cierre, una acción que representaba el final de mis fantasías con Aurora.
No obstante me quedé un rato más encima de ella, haciéndole sentir que estaba presente, aunque esta vez evité que sintiera mi erección. Finalmente abrió los ojos. Pareció sorprendida cuando me miró. Se quitó los auriculares, de donde aún salía música clásica.
—Carlos —dijo—. Gracias. ¿Todo bien? A veces mi mente se escapa, para evitar enloquecer. Por suerte parece que la tormenta ya pasó.
En efecto, había sido una de esas tormentas veraniegas, furiosas pero efímeras. Aunque el día seguía encapotado. Esperaba que los truenos no comenzaran de nuevo.
—Todo bien, como me pediste que te abrace… —dije.
Giré sobre mí mismo y me puse de pie, dándole la espalda. Mi verga estaba parada en horizontal, lo que me podía dejar por completo expuesto. Agarré el cinto y tiré hacia arriba, procurando que el movimiento fuera lo menos evidente posible. Pero me vi obligado a repetirlo para que mi verga quedara en una posición vertical. Ahora sí, con la remera que me cubría, podía pasar desapercibido. O al menos eso esperaba.
—No te dije nada malo, ¿no? —preguntó ella—. A veces cuando estoy así, divago y puedo llegar a insultar a alguien.
—No, para nada. Parecía que estabas dormida —dije, tragando saliva.
Terminé de acomodar mis cosas en el dormitorio de Aurora, procurando darle la espalda en todo momento, hasta que la dureza de mi verga por fin desapareciera. Me sentí un estúpido. Desde un principio me había dicho a mí mismo que debía ser cuidadoso con la condición de mi hermanastra mayor. Hasta me recriminé haber sentido atracción sexual por ella. Y ahora estuve a punto de cogérmela. Qué locura.
—¿Vamos a almorzar? —preguntó Aurora.
Era la primera vez que almorzaríamos los cuatro juntos. Siempre faltaba alguna, y siempre estaban papá y mamá en la mesa. Después de lo que había pasado, tanto con Samara como con Abril, me generaba cierto nerviosismo estar con ambas. Y lo de Aurora, bueno… se suponía que ella no estaba al tanto de lo que había pasado. No tenía por qué desconfiar de ella.
—¿Y quién va a cocinar? —pregunté.
En general cocinaba Amalia o directamente comprábamos comida hecha. Supuse que en algún momento me iba a tocar hacerlo a mí, aunque no sabía hacer casi nada. Pero no podía ser el parásito de la casa.
—Buena pregunta. Pero seguro que debe haber algo en la heladera —dijo Aurora—. O en todo caso pedimos un delivery.
Cuando fuimos a la cocina, la cual estaba en un ambiente diferente al comedor, aunque no había ninguna pared entre ellos, nos encontramos con Abril y Samara.
—¿Ya terminaron con los arrumacos? —preguntó Samara—. Tené cuidado que este es peligroso —agregó después, dirigiéndose a Aurora, pero señalándome a mí con un gesto de cabeza.
Me sonrojé. Y me pregunté si le había contado a Abril lo que había pasado entre nosotros. Pero la excéntrica chica estaba revisando qué había en la heladera, y no parecía prestar atención a las idioteces que hablaba su hermana. No sabía si tomar su indiferencia como algo bueno o malo. Supuse que tenía un poco de ambas cosas.
—¿Peligroso? —preguntó Aurora, con el ceño fruncido, dirigiendo su mirada hacia mí.
Me sorprendió la pregunta. Parecía de verdad confundida con el término, aunque sí parecía ver la connotación negativa que había en él. Entonces recordé que, entre sus muchas peculiaridades, estaba el hecho de que le costaba interpretar las ironías y los dobles sentidos.
—Peligroso, ya sabés. De esas personas a las que le das la mano y te agarran el codo. De esos tipos que, cuando ven a una dulce chica inocente, se aprovechan y sus manos se meten en lugares en donde no deberían meterse —explicó Samara, fulminándome con la mirada. ¿No era que ya se le había pasado el enojo?, me pregunté—. Ya sabés cuáles son las partes que no te pueden tocar los desconocidos, ¿no? —le preguntó a Aurora—. Mamá nos lo enseñó desde chiquitas.
Aurora puso los ojos en blanco. Abril se irguió y cerró la puerta de la heladera. Estaba sonriendo. Parecía divertirle el monólogo de su hermana. No obstante, intervino.
—Aurora no es una niña —dijo—. Sabe dónde pueden meter o no meter mano los hombres. Y si los deja, es porque quiere.
Me sorprendió el comentario. Pero no iba cargado de veneno. Simplemente exponía su punto. Y ese comentario iluminó mi mente. Seguía sin saber casi nada de las personas con autismo. Pero siempre tuve la idea de que eran seres puros e inocentes, casi angelicales. Pero Aurora había tenido una pareja, ¿no? Disfrutaba del sexo como cualquier otra chica de su edad. Claramente tenía una visión idealizada e infantil de las personas con autismo.
—Además, si empezamos a hablar de las personas que dejaron que desconocidos la manoseen —dijo Aurora, mirando a Samara—. Ya sabemos quién va a salir perdiendo, ¿no?
Abril soltó una risita que me contagió. No sabía que Samara también tuviera la fama de chica promiscua. Pero eso no empeoraba la imagen que tenía de ella. Lo malo era que se cogiera a papá y que fuera insoportable. Fuera de eso, que se acostara con los tipos que quisiera (aunque tampoco estaría mal que yo fuera uno de esos tipos).
—Yo seré la campeona de recibir manos ajenas, pero quien metió mano a más pijas es otra —dijo Samara, dirigiendo su mirada a Abril.
La aludida se ensombreció. Era la primera vez que la veía molesta con su hermana. Claramente la pendeja de Samara había tocado una fibra muy sensible. Y encima la que había hecho el comentario sobre Samara ni siquiera había sido ella. Sentí la necesidad de defenderla.
—Bueno, ya estamos en el siglo Veintiuno. Eso de criticar a las mujeres por con cuántos hombres intimó, ya parece algo prehistórico, ¿no? —esgrimí.
Abril pareció aplacar su enojo, cosa que a su vez me tranquilizó.
—No te tenía tan deconstruido —acotó Samara, siempre tratando de molestar.
—No lo estoy del todo —expliqué—. Pero en ese punto, tengo en claro mi postura.
—¡Ay, sos un tierno! —dijo Aurora. Me tomó del brazo y apoyó su cabeza en mi hombro.
—Se ve que hiciste algo muy bien en ese cuarto —dijo Samara—. Nunca había visto que hiciera contacto físico con alguien tan pronto.
Aurora pareció percatarse de lo inusual que era para ella esa proximidad con otra persona, y se apartó, algo avergonzada.
—Bueno, ¿qué vamos a comer? —interrumpió Abril—. Si quieren puedo preparar unas tartas.
—Dale, pero Haceme una tarta de jamón y queso para mí, porfa —pidió Samara—. Sorry, pero odio tus tartas veganas.
—¿Sos vegana? —le pregunté a Abril.
—Y Aurora también —respondió ella.
—No me había dado cuenta. Qué tonto —dije, verdaderamente sorprendido, y algo molesto por no saber una característica tan básica de Abril.
—Al menos lo reconoce —acotó Samara, siempre lista para agraviarme.
Abril se puso a preparar el almuerzo. Aurora y yo la auxiliamos, y Samara fingió también hacerlo, aunque solo se limitaba a alcanzarle algún que otro utensilio cuando no estaba mirando su celular.
—¿Piensan que están cogiendo? —preguntó de pronto Samara.
—¿Quiénes? —quiso saber Aurora.
—Mamá y el doctor Alejo —explicó Samara.
—¿Todavía le decís el doctor Alejo? —dijo Abril.
Noté en esa pregunta que había algo que se me había escapado.
—¿Lo conocen a papá de antes? —pregunté—. Digo, más allá de haberlo visto por el barrio.
—Claro, si fue el abogado que se encargó del juicio de mamá contra el papá de Abril y de Sami —explicó Aurora.
Otro dato desconocido. Aurora tenía padre diferente a sus hermanas. Pero había otra cosa que me llamaba mucho más la atención.
—Pero si papá no se dedica a los divorcios, ni a ninguna cuestión de familia —dije. Y después me percaté de que la respuesta estaba en mis narices—. Se dedica al fuero penal.
—Sí. Por eso. Mamá le hizo un juicio por violencia de género a nuestro papá —explicó Abril—. Algo de lo que prefiero no hablar.
—Claro, lo entiendo —dije.
Samara se había puesto seria de repente. Evidentemente tampoco quería ahondar en el tema. O quizás lo que la había puesto así era recordar el momento en el que había empezado su aventura con papá. Ahora tenía en claro cómo se habían acercado el uno al otro. ¿Hacía cuánto había sido eso? ¿Había seducido a Amalia a la par que a su hija? Viejo lobo, pensé, indignado con mi progenitor. Se había aprovechado de una situación de vulnerabilidad de esas chicas, para acostarse con esa voluptuosa adolescente y con su madre. Cada vez que me adentraba más en esa historia, papá quedaba peor parado.
—En este mismo momento… no creo. Estarán almorzando, ¿no? —dijo Aurora.
—¿Qué? —pregunté, confundido. No tenía idea de qué estaba hablando.
Samara y Abril soltaron una risita.
—Está respondiendo la pregunta que hizo Samara hace un rato —explicó Abril—. Ya te vas a acostumbrar a los tiempos de Aurora.
—Bueno. Pero ese era el tema original que estábamos debatiendo, ¿no? —dijo Aurora, con una seguridad que me divirtió. Era como si considerara que los raros fuéramos nosotros y no ella. Lo que, en cierto punto, era verdad.
—En lo personal no me interesa saber cuándo o cómo coge mi papá con Amalia —expliqué.
—Sí, sí, porque te ponés celoso, ¿no? —dijo Samara, soltando una risita diabólica.
—¿Y por qué se iba a poner celoso? —preguntó Aurora, quien, para quien no conociera su condición, podría llegar a pensar que era un poco tontita. Un error garrafal evidentemente, ya que, a su manera, era muy inteligente—. No me digas que no te gusta que tu papá esté de novio con alguien que no sea tu mamá. Bueno, supongo que en cierto punto es entendible —dijo después, meditando.
Abril sonrió, dirigiendo su mirada hacia mí. Evidentemente sabía a qué se refería Samara, lo que hizo sonrojarme.
—No le hagas caso a tu hermana —le dije a Aurora—. Sabés mejor que yo que le gusta decir tonterías.
—Eso es verdad —concedió la mayor de las hermanas.
—¡Ey! Yo no digo tonterías. Solo digo las verdades que a los demás no les gusta escuchar —se defendió Samara.
—Creer que tus creencias son la verdad, es un poco arrogante, Sami —la reprendió Abril—. Y no, no creo que estén cogiendo ahora. Lo más probable es que lo hubieran hecho a media mañana, acurrucados mientras llovía. Y quizás lo hagan de nuevo a la siesta, y luego otra vez a la noche.
—¿Tres veces? —pregunté, sorprendido.
—Si lo dice la bruja debe ser cierto —dijo Samara—. Mamá es muy intensa. Le gusta mucho coger.
Pensé que alguna de sus hermanas la reprendería, pero se tomaron el comentario con total naturalidad. Recordé que había escuchado gemir a Amalia en aquella ocasión en la que Samara me había quitado el traje de baño. Ciertamente, no habían podido esperar a asegurarse de que todos estuviéramos ya en nuestros cuartos. Suponía que debía ser normal. Era una mujer aún muy joven y estaba buenísima. Tenía todo el derecho del mundo de disfrutar del sexo. No obstante, pensar en ella en el plano sexual no era algo que quisiera hacer frente a mis hermanastras.
—¿Y tu papá? —preguntó Aurora, de repente—. ¿Pensás que podrá hacerlo tres veces?
—¡Aurora! ¡Esas cosas no se preguntan! —la reprendió Abril, aunque sin ninguna dureza.
Ciertamente la propia Abril se había mostrado muy sincera al hablar de su sexualidad, pero por lo visto ahora notaba mi incomodidad, y se solidarizaba conmigo. Buena chica Abril. Y muy linda.
—Pero, si estamos hablando de eso —se defendió Aurora, imperturbable.
—Bueno… no sé. Ni idea —respondí, sintiendo mi rostro cada vez más ardiente—. Supongo que sí. Su relación empezó hace relativamente poco. Deben tener la calentura de unos adolescentes.
—Además, para eso está el viagra —comentó Samara—. Si no le da el cuero, se toma una pastilla azul y listo. Para los hombres todo es más fácil.
Las otras dos rieron. Una risa alegre y musical. No hubiera imaginado que hablar de sexo, más concretamente sobre la sexualidad de nuestros padres, fuera algo que nos uniera a los cuatro.
Cuando la comida estaba casi hecha, Aurora y yo pusimos la mesa.
—Gracias por cuidarme —dijo—. Me di cuenta de que no te había dado las gracias como te merecías.
—No es nada.
Entonces se acercó a mí, y me dio un beso en los labios. No fue un beso con lengua, claro. Pero tampoco fue un beso tan corto como el que me había dado Samara la primera noche que dormí con ella. Los labios de Aurora se posaron unos buenos segundos en los míos. Sentí su humedad, su aliento, su respiración. Finalmente se apartó y siguió poniendo la mesa, como si nada hubiera pasado.
Esas chicas me iban a enloquecer.
Continuará
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