Aquella noche de lunes fue una de las más calurosas del año, puede que de la década. El bochorno tropical se colaba por las ventanas abiertas y el ventilador se esforzaba por regalarnos un sucedáneo de la añorada brisa nocturna. Los tres habitantes de la casa estábamos en el salón, intentando ver una película para distraernos de la locura que habían sido los días anteriores. Nadie lo diría viéndonos en ese momento, los rostros relajados y los cuerpos lánguidos, flotando en una burbuja de merecida pereza, bañados solo por el resplandor azulado del televisor ya que todas las luces estaban apagadas para no atraer a más mosquitos de los necesarios.
Mi abuela reposaba en su sillón, los brazos colgando a ambos lados del cómodo trono, las largas y macizas piernas estiradas hacia adelante, con los tobillos cruzados, exhibiendo las suaves curvas que ocultaban la poderosa musculatura de una campesina. El inusual calor y la confianza de estar en familia había rebajado su recato a un nivel casi escandaloso, convirtiéndola en blanco de un par de bromas por parte de su nuera, comentarios agudos que en el fondo eran cumplidos hacia su espectacular anatomía.
Nuestra benevolente anfitriona solo llevaba un sencillo y ligero camisón sin mangas, de un tono violeta apagado por los muchos lavados y las muchas mañanas bajo el sol en el tendedero, con un fino ribete blanco en los hombros y el bajo, que en esa postura apenas llegaba a la mitad de los muslazos que ocultaban el suculento tesoro engalanado por vello pelirrojo. La prenda se ensanchaba en las voluminosas caderas, un monumento a la fertilidad, al igual que el acogedor vientre que tanto me gustaba acariciar con la nariz durante nuestros juegos de alcoba. Y por último, la tela violácea ponía a prueba su elasticidad envolviendo los hiperbólicos pechos, dos montañas que se mecían lentamente al ritmo de la respiración de la giganta, una gentil amazona en cuyo rostro redondeado los estragos de la edad quedaban disimulados por el saludable rubor de las mejillas, el encanto de las pecas y la dulce sonrisa que rara vez abandonaba sus labios rosados.
Iluminada por el halo catódico, su piel parecía alabastro rosado y la corona de rizos pelirrojos veteados de plata adoptaban cambiantes tonos y reflejos que rayaban en la psicodelia. Era consciente de mi suerte al haber podido disfrutar de semejante hembra, y aunque la mujer a la que amaba estaba justo al lado no me sentía culpable por fantasear con sumergirme de nuevo en la adictiva calidez de su cuerpo.
En el sofá, recostada sobre unos cojines, tan cerca de mí que uno de sus pequeños pies me rozaba de cuando en cuando, estaba la mujer por la que mi corazón latía como tambores de la jungla. Tan diferente a la matrona céltica del sillón que, aunque la considerase una hija, era obvio que no compartían la misma sangre. Claro que, como mi propio aspecto demostraba, los parientes de sangre no siempre se parecen, sobre todo si en el árbol genealógico se mezclan hojas tan dispares como marineros irlandeses y feriantes gitanos.
En la postura lánguida de mamá podía verse la misma confiada calma que en la de mi abuela. Estaba en un lugar seguro, con dos personas que la adoraban y harían cualquier cosa por protegerla, lejos de quienes le habían hecho daño y decidida a expulsarlos de su vida, una vida que de la noche a la mañana había dado un giro tan inesperado como brusco. Si sentía incertidumbre o vértigo ante la siguiente e inexplorada etapa de su existencia lo ocultaba muy bien tras su rasgo más inconfundible y enigmático: la sonrisa asimétrica, irónica y un poco arrogante, de un atractivo hipnótico, capaz de volverse cruel como la de una diablesa o tan alegre y luminosa que deslumbraba. Eso último no era habitual en los últimos años y yo estaba decidido a hacer que regresara.
Su atuendo aquella noche también estaba pensado para dejar a la vista más piel de la que cubría, una piel cuyo bronceado de piscina de barrio, en la cambiante penumbra del salón, adoptaba los tonos de distintos tipos de madera oscura, brillante gracias a la leve pátina de sudor que nos cubría a los tres como un barniz. Llevaba unos pantalones holgados pero muy cortos, blancos y con un simpático estampado de margaritas, no muy diferentes a unos boxers pero con un corte más femenino, pensado para adaptarse a las curvas de las caderas. A pesar de su amplitud dejaban intuir las redondeces de las nalgas, firmes y a la vez mullidas como las de una gimnasta retirada (ya se que he usado muchas veces esa comparación pero no se me ocurre otra mejor para describir ese culito que hacía girarse más de un cuello cuando caminaba por la calle). No diría que era la parte más hermosa de su cuerpo, pero si la más sensual, seguida por las cortas pero bien formadas piernas, con la cantidad justa de carne para no resultar delgadas ni tampoco gruesas.
Esa noche había dos detalles en su atuendo que me sorprendieron por novedosos. Primero, llevaba en el tobillo derecho una fina pulsera hecha con diminutas cuentas rojas y negras. No se si lo he mencionado antes pero las pulseras de tobillo son un complemento femenino que siempre me ha puesto muy burro, tanto que se podría considerar uno de mis fetiches. Ella no lo sabía en ese momento. Solo era un adorno coherente con su recién adoptado estilo hippie, o podría ser una manifestación de la “telepatía” que a veces surgía entre nosotros, fruto de la complicidad maternofilial que habíamos redescubierto durante las últimas semanas, o tal vez de lo mucho que en el fondo nos parecíamos.
La segunda sorpresa era la prenda que cubría su torso. Había cortado una de sus viejas camisetas de tirantes, roja y muy descolorida, de forma que dejaba a la vista el vientre plano que envidiaban muchas de sus vecinas y gran parte del torso. Puesto que prácticamente no tenía tetas, no le preocupaba que se le escapasen al moverse, ni tampoco le importaba que se le marcasen los pezones, pues como supondréis no llevaba nada debajo. No recordaba haber visto nunca a mi madre luciendo un top (una de las prendas favoritas de su traicionera cuñada) y aunque sea una prenda pensada para presumir de mamellas, a ella le quedaba de maravilla. No sabría decir por qué, pero ese top combinado con el pelo muy corto hacía que se pareciera aún más a una versión bajita y tostada de Jamie Lee Curtis en los noventa.
Yo estaba al otro extremo del sofá, ataviado solo con un viejo bañador amarillo que me llegaba casi a las rodillas. Ya no me lo ponía para bañarme, pues la tela estaba tan gastada que si se mojaba se transparentaba demasiado. No llevaba ropa interior, y me sentaba con una pierna doblada para ocultar a las damas la erección que subía y bajaba, sin desaparecer nunca del todo. Era una situación curiosa tener que ocultar la vigorosa actividad de mi verga a dos mujeres que la habían probado más de una vez, solo por el hecho de que ninguna de las dos sabía lo que hacía con la otra.
Con semejantes compañeras y gran parte de mi sangre circulando entre mis piernas no prestaba apenas atención a la película. Creo que era una de esas comedias tontas de finales de los ochenta, una chorrada entretenida en cuya trama al menos no había infidelidades ni asesinatos. Yo fingía prestar atención a la pantalla y cada pocos segundos mis ojos devoraban cada centímetro del cuerpo de mi madre. Si se daba cuenta de que la observaba me miraba de reojo, me dedicaba una sonrisa burlona o me sacaba la lengua. Entonces yo le daba un suave pellizco en la pantorrilla y ella respondía con una discreta patada. El breve roce de su empeine contra la piel desnuda de mi costado bastaba para añadir volumen a mi erección.
Cuando mamá estaba lo bastante distraída por la película aprovechaba para echarle un vistazo a mi abuela, quien luchaba por mantenerse despierta, ajena a los juegos de “los niños” en el sofá. Debido a el ángulo en el que estaba colocado su sillón no advertía mis miradas, intensas como las de un velociraptor lujurioso que acecha a una presa en la noche jurásica. Solo giraba la cabeza hacia nosotros para hacer algún comentario sobre la película o iniciar conversaciones que muy pronto se desvanecían en la agradable modorra que nos envolvía.
Si algo tenía claro era que esa noche tenía que ingeniármelas para meterme entre las piernas de una de las dos. El polvo matutino, violento y sórdido, me había dejado una sensación incómoda. Por una parte me excitaba recordar lo que le había hecho a Bárbara y por otra me sentía sucio; necesitaba limpiarme haciendo el amor y no simplemente follando. La cuestión era cual de las dos accedería a mis deseos dentro de aquel peligroso triángulo de secretos.
La buena de Felisa, dueña y señora del hogar, en principio se negaría a hacerlo por temor a ser descubierta, pero tenía de mi parte su carácter complaciente, a veces incluso sumiso. Si insistía lo suficiente tal vez me saliese con la mía.
En cuanto a la imprevisible Rocío, estar bajo el mismo techo que su suegra podía ser un impedimento o un aliciente, si es que volvía a despertar esa faceta suya amante del riesgo. La droga porro también podría ayudar, en el caso de que esa noche le apeteciera fumar. Por un instante eché de menos el tónico. Un par de gotas en un refresco habrían bastado para tener a cualquiera de las dos ansiosas por volver a tenerme dentro, una sensación que ya conocían muy bien. Pero de inmediato recordé todos los problemas causados por el brebaje y casi me alegré de no tenerlo.
Fuera como fuese debía actuar lo antes posible. Ambas se habían levantado al amanecer, había sido un día largo lleno de actividad física y emociones intensas, y si me descuidaba podrían dormirse, frustrando el noble deseo de limpiar mi karma dándole placer a un ser querido después de haber maltratado a mi tía (quedaban años para que estrenasen Mi nombre es Earl y no sabía muy bien como funciona eso del karma).
La oportunidad de realizar el primer movimiento surgió cuando una pausa publicitaria interrumpió el filme. Mi madre se incorporó hasta sentarse en el borde del sofá, estiró los brazos hacia arriba y se desperezó con un somnoliento ronroneo. El movimiento provocó que se le subiese el top y solo faltaron un par de centímetros para que quedasen a la vista sus pezones. Su suegra la miró, con una mezcla de cariño y orgullo materno. No le importaba en absoluto que su querida nuera fuese tan ligera de ropa. Al fin y al cabo, esa noche ella tampoco era un ejemplo de recato.
—Bueno, parejita. Yo me retiro por hoy —dijo mi madre, medio bostezando.
Una pequeña sirena de alarma sonó en mi cabeza cuando nos llamó “parejita”. No era nada más que una forma de hablar, una broma inocente de las que mamá soltaba de forma automática, sin pararse a pensar en las connotaciones más peliagudas que pudiesen tener. Aun así, pude ver que mi abuela también se puso un poco tensa, por sutiles movimientos que solo yo podía advertir al conocer tan bien su cuerpo.
—¿No quieres terminar de ver la película? —pregunté, más que nada para evitar un silencio incómodo.
—Mañana me cuentas el final —bromeó, antes de darme una palmada en el muslo y ponerse de pie.
Se acercó al sillón y se inclinó sobre mi abuela, apoyando una mano en su hombro, para desearle buenas noches con un sonoro beso en la mejilla que ella le devolvió.
—Que descanses, bonita. Yo también me voy a acostar ya mismo.
Se miraron un momento a los ojos, sonriendo, y esa imagen podría haber servido como ejemplo de que no todas las suegras y nueras se odian. Sin duda eran la excepción que confirma la regla. Entonces, para mi sorpresa, mi madre se inclinó aún más, casi dejándose caer sobre los cómodos almohadones que eran los pechos de nuestra anfitriona. La abrazó con ternura, hundiendo el rostro en su cuello, y ella respondió rodeándola con los brazos y acariciándole la espalda.
—Gracias por todo, Feli. No se que haría sin ti —dijo, con la voz amortiguada, tanto por la postura como por el llanto que intentaba contener.
—Anda, anda... No es nada, mujer.
Como es lógico, la emotiva escena aumentó mi erección de tal forma que tuve que cambiar de postura en el sofá para disimular, a pesar de que no había nada ni remotamente sexual en esas caricias. La idea de hacer un trío con las dos era tan descabellada que ni me la planteaba, pero fantasear era gratis. Después de intercambiar unos cuantos besos más, mi madre caminó hasta la puerta del salón y antes de salir se giró para mirarme. Tenía los ojos brillantes pero no había llegado a llorar, y antes de desaparecer me sacó la lengua, haciendo una mueca cómica a la que respondí con otra parecida.
Verla de tan buen humor me produjo una sensación cálida en el pecho. Decidí que al día siguiente tenía que hacer algo por ella que la distrajese de su incierta situación, como llevarla a cenar a la ciudad o de compras al centro comercial, sin más intención que disfrutar de su compañía. Que no pudiéramos ser una pareja normal a ojos del mundo no significaba que no pudiéramos hacer lo que hacen las parejas normales, siempre que fingiésemos en público no ser nada más que una madre y un hijo con una relación sana que se divierten juntos.
Pero en cuanto me quedé a solas con la abuela, la proverbial voracidad de mi libido desterró al cortés enamorado y despertó al depredador empalmado. Me deslicé por el sofá para acercarme al sillón, me incliné sobre los reposabrazos de ambos muebles y planté unos cuantos besos en el hombro pecoso de su ocupante, quien se giró para mirarme por encima de las gafas con sus bonitos ojos verdes, sonriendo. Sin prisa pero sin pausa, mi boca recorrió el camino hacia su cuello y mi mano acarició la expuesta piel de su muslo. En ese momento miró hacia la puerta e intentó apartarme con el codo.
—Carlitos, cielo... Estate quieto que puede venir tu madre —dijo, en voz muy baja.
—Sabes que día es hoy, ¿verdad?
Me aparté un poco para mirarla cara a cara, acariciándole el brazo para no perder el contacto físico. Mi breve escaramuza había bastado para aumentar el rubor en sus mejillas, visible incluso en la penumbra azulada del salón. Fingió que no entendía mi pregunta, pero se le daba muy mal mentir. Sabía perfectamente que ese lunes se cumplía el castigo de siete días sin fornicio que me había impuesto por sodomizarla sin permiso.
—Eh, no... ¿Qué día es hoy, aparte de lunes?
—Hoy se cumple mi castigo, ¿no te acuerdas? —dije en tono burlón. Le sobé de nuevo el muslazo y ella me apartó la mano a toda prisa.
—Si, si me acuerdo, hijo, pero ya sabes que con tu madre aquí no podemos hacer nada. Así que pórtate bien, ¿eh?
—Puedo ir a tu habitación cuando se duerma. No se va a enterar —insistí. Mi mano también insistió y de nuevo fue rechazada, esta vez con más energía.
—¡Carlitos, haz el favor! —exclamó. Se sobresaltó por el volumen de su propia voz, miró hacia la puerta y continuó hablando en susurros—. No puede ser y ya está. Imagina que nos pilla... Lo que le faltaba a la pobre, después de lo de ayer.
Ese era un argumento que no podía refutar. Mamá lo había pasado muy mal cuando pilló a su marido con Bárbara, y si esa noche me sorprendía a mí con mi abuela su reacción podía ser explosiva. Sorprender a mi padre había tenido consecuencias positivas, como empujarla al necesario y liberador divorcio, pero exponer el triángulo incestuoso del que formábamos parte los tres habitantes de la casa no traería nada bueno, al menos en ese momento tan delicado. Aun así, en el fondo estaba dispuesto a correr el riesgo, pues como de costumbre cuando mi polla se llenaba de sangre mi cerebro se vaciaba de sentido común.
Al menos tuve la satisfacción de comprobar que no era el único con ganas de dar por terminado el castigo. Además de ruborizarse, la respiración de mi abuela se había acelerado, su aguda voz temblaba de esa forma que yo conocía tan bien y había aumentado el brillo de su piel a causa del sudor. No lo reconocería en voz alta, pero su sexo sentía el hambre insaciable que yo había despertado tras dos largos años de ayuno (o de dieta vegetariana, ya que durante ese tiempo se aliviaba con verduras de su huerta).
—Anda, vamos a acabar de ver la película, que está muy graciosa —dijo, y volvió a relajarse en el sillón soltando un largo y discreto suspiro.
Le di un último beso en el hombro y me retiré, dando por terminado el asalto. No quise presionarla, pues ya me había demostrado que si la enfadaba podía ponerse severa y castigarme con dureza. Esperé, cachondo cual mono y aburrido cual ostra, a que terminase la puta película, lo que por suerte ocurrió pronto. Un largo bostezo y los crujidos del sillón bajo el movimiento de sus abundantes curvas anunciaron que la señora de la casa se disponía a levantarse, cosa que hizo, y al ver las voluminosas nalgas en todo su esplendor tuve que contenerme para no lanzarme sobre ellas.
—Bueno, yo me voy a la cama —dijo, estirando la tela del camisón hacia abajo. Un gesto automático de recato que ni por asomo cumplió su cometido—. No te olvides de apagar el ventilador. Y pórtate bien, ¿eh, tunante?
—Descuida. Pero ya verás cuando te pille —amenacé, sonriendo con malicia y llamando su atención sobre el bulto que tenía entre las piernas.
Me mandó callar llevándose un dedo a los labios, aunque ella también sonrió antes de salir del salón con su habitual bamboleo de caderas. Me molestó un poco que no me diese un beso de buenas noches, pero supuse que lo había hecho por mi propio bien, para evitar calentarme más y que mis manos volviesen a tocar donde no debían. Me quedé solo y encendí un cigarro que no llegué a fumarme entero. Me moría de ganas por comprobar si mi compañera de habitación estaba despierta. En el caso de que se hubiese dormido, siempre podía volver a intentarlo con mi abuela. Tal vez en la intimidad del dormitorio consiguiese doblegar su prudencia.
Tras apagar la tele y el ventilador me moví sin hacer ruido por la silenciosa casa. Me detuve un momento el el oscuro pasillo y eché un vistazo a la puerta del dormitorio principal. Estaba cerrada y no se advertía luz en la estrecha rendija entre la madera y el suelo. Caminé en dirección contraria, al otro extremo del largo corredor, hacia el cuarto donde se habían criado mi padre y mi tío. Me resultó divertido (y excitante) dejar a mi recalentado cerebro construir una fantasía en la que mamá era mi hermana mayor y la abuela nuestra madre. Una ensoñación no muy diferente a cómo sería nuestra convivencia durante el tiempo en que los tres compartimos la casa.
Abrí la puerta despacio y la cerré tras de mí sin hacer ruido. No estaba dormida. La encontré sentada en el alféizar de la ventana, con una pierna doblada y la otra colgando de forma que los dedos de su pie rozaban el suelo. Había cambiado el calzón de margaritas por unas sencillas bragas blancas sin adornos. No eran tipo tanga pero solo cubrían la mitad de las nalgas. No se había quitado el top ni tampoco la pulsera del tobillo. Al acercarme mi prominente napia detectó el olor del hachís y un resplandor anaranjado iluminó sus facciones engañosamente juveniles cuando dio una calada.
—Pero bueno... Ya ni me esperas, ¿eh? —dije, mientras me sentaba frente a ella en el alféizar.
—Menos mal que no eres traficante, hijo. No me ha costado nada encontrarlo —bromeó, pasándome el porro.
Le di una larga calada y le eché un vistazo a su obra. Era mucho más grueso de lo necesario, la boquilla estaba mal colocada y no había desecho bien el hachís, lo cual me obligó a estar alerta para no quemarme con las chinas incandescentes que caían. Me resultó adorable, como cuando una niña intenta imitar a un adulto y lo consigue pero no del todo bien.
—Vaya trompeta, mami. Voy a tener que darte clases.
—Hace más de veinte años que no lío uno. Demasiado bien me ha salido.
Respiró hondo y se quedó mirando al exterior, a la zona más desatendida de la parcela, donde solo había matorrales, árboles y esas pequeñas flores amarillas que crecen en cualquier parte. La luna estaba casi llena, un detalle que esa noche sería más importante de lo que pensaba, y la luz pálida bañaba sus atractivas facciones. La droga canuto ya mostraba sus efectos en los ojos, entornados y un poco enrojecidos, y en la sonrisa, menos sarcástica y más benévola de lo habitual, dos cambios que no le restaban belleza en absoluto. Mi larga mirada de adoración no le pasó desapercibida y giró la cabeza hacia mí.
—¿Y tú que miras, eh? —preguntó, con fingida antipatía.
—Nada —respondí. Le pasé el porro, sin dejar de admirarla—. Es solo que...
—¿Que? ¿Que andas cavilando? Llevas toda la noche muy callado.
Dio una calada, cerrando los ojos, y una china cayó como un meteoro en sus bragas. Sin mirar siquiera, la sacudió con la mano, enviándola al suelo del dormitorio donde se consumió hasta apagarse. No prestó atención a la diminuta quemadura en la tela blanca, más relajada y despreocupada de lo que nunca la había visto.
—No es nada, solo que... Me parece mentira que seas la misma que me castigó un mes sin salir cuando me pilló fumando un cigarro a los doce años.
Suspiró y apareció un matiz de tristeza en sus labios. Eso me indicó que esa noche estaba sensible y tenía que andarme con cuidado. Una broma o un comentario desafortunado y podría enfadarse, echarse a llorar o ambas cosas al mismo tiempo.
—Lo hice lo mejor que pude —dijo al fin.
—Lo hiciste muy bien. Has sido una madre estupenda.
No se si era eso lo que quería escuchar o si simplemente agradeció mi esfuerzo, pero la tristeza desapareció de golpe y sus ojos color miel brillaron a la luz de la luna.
—¿He sido? ¿Es que ya no lo soy?
—Pues claro. A ver... qué remedio.
Respondió a mi broma levantando la pierna derecha para darme una suave patada en el muslo, momento que aproveché para agarrar su tobillo y obligarla a dejar la pierna sobre el alféizar, de forma que pude acariciar su pie, subiendo despacio hasta la rodilla y deteniéndome para que mis dedos jugueteasen con las cuentas de la pulsera.
—Te gusta la pulserita, ¿eh? No has parado de mirarla cuando estábamos en el sofá —comentó, sin intentar apartar la pierna.
—Te queda muy bien. —Podría haber dicho “me pone muy burro”, pero el bulto alargado que se marcaba en mi muslo hablaba por sí solo.
—Si quieres te regalo una. Compré unas cuantas el otro día en...
No supe dónde compró las pulseras porque doblé el cuerpo hacia adelante, deslizando la mano por la suave piel de su muslo hasta la cadera, y cubrí sus labios con los míos. Reaccionó con una pasión que no esperaba, abrazándome con fuerza y metiendo la lengua en mi boca de una forma casi agresiva. Hundió los dedos en mi pelo y con la otra mano mantuvo el porro lejos de nuestros cuerpos para evitar quemaduras. En una postura tan extraña como inestable debido a la estrechez del alféizar, de alguna forma consiguió abrazarme también con las piernas, apretando los muslos contra mis costillas y cruzando los tobillos a mi espalda. La agarré por la cintura con ambas manos y acerqué mis caderas a las suyas, hasta que sintió la dureza de mi verga contra su coño. Solo la tela de mi bañador y la de sus braguitas me separaban del paraíso, y entonces se revolvió, se separó de mí tan deprisa que casi pierde el equilibrio al bajarse del alféizar.
—Ufff... Joder... Ya vale, ¿eh? Vamos a... calmarnos —dijo, abanicándose con una mano.
Paseó por la habitación, nerviosa. Dio una calada al canuto, que continuaba entre sus dedos. Alargó el brazo para pasármelo, sin apenas mirarme, pero se lo pensó mejor a medio camino y lo dejó en el cenicero de la mesita. Me acerqué por detrás y la abracé, asegurándome de que podía sentir mi férrea erección contra sus nalgas. Le besé el cuello despacio, le acaricié el vientre y deslicé una mano bajo su top para sentir los pezones duros entre mis dedos. Aunque solo era unos pocos centímetros más alto, en esa posición me sentía el dueño de ese menudo y hermoso cuerpo. Era solo una ilusión, claro, pues en el fondo sabía que ella era siempre quien estaba al mando.
—Carlos, para... No podemos...
—¿Por qué no? —le dije al oído. Mis manos no le daban tregua y se estremeció cuando le pellizqué el pezón derecho—. Mi abuela ya debe estar dormida y no se va a enterar. Nadie se va a enterar...
—Si... Eso debieron pensar ayer tu padre y la zorra de tu tía —dijo, sarcástica a pesar de la situación.
—La verdad es que los pillé por pura casualidad.
—Y te faltó tiempo para venir a contármelo... ¿eh, chivato? —me acusó. El tono era socarrón, pero no me quedó muy claro si realmente me lo echaba en cara.
—¿Habrías preferido no saberlo? —pregunté.
Con un largo suspiro me dio a entender que no era el momento de hablar del tema, aunque era ella quien lo había sacado a colación. No iba a ser yo quien iniciase una absurda discusión de pareja, así que metí una mano bajo sus bragas, noté en la palma el vello rizado, húmedo por el calor, y mi dedo corazón se introdujo en la estrecha raja. Empujó un poco con las caderas hacia atrás, restregando las nalgas contra mi paquete, y por un momento pensé que había conseguido mi objetivo. Me equivocaba. El incidente del día anterior había aumentado su miedo a ser descubierta, haciendo que se impusiera al morbo y la adrenalina del riesgo. Se giró y me puso las manos en el pecho, acariciándome pero también apartándome de ella.
—Ya vale, cielo... Por favor. Vamos a intentar dormir, ¿vale? —dijo, en un tono dulce y pausado, como si intentase disimular el colocón que llevaba.
¿Dormir? Mis cojones. En mi estado no conseguiría conciliar el sueño ni haciéndome diez pajas seguidas, y si esperaba a que ella se durmiese para escabullirme y volver a intentarlo con mi abuela lo más probable era que también la encontrase en brazos de Morfeo (el dios griego del sueño, no el negro de Matrix, que aún no se había estrenado). Puede que fuese un pervertido, pero abusar de mujeres dormidas no era mi estilo, y limitarme a mirarlas mientras le daba al manubrio a esas alturas me resultaba algo pueril y aburrido. Tenía que pensar algo, y deprisa, pues mi compañera de cuarto se había sentado en la cama y estaba ahuecando la almohada.
—Espera. No te muevas. Tengo una idea —dije, después de que una bombilla apareciese sobre mi cabeza (en sentido figurado).
—Mmmm... Miedo me dan tus ideas —dijo ella, somnolienta.
Fui hasta el rincón del dormitorio en el que había dejado la bolsa de viaje roja. Rebusqué entre el revoltijo multicolor de bragas, camisetas y faldas hasta encontrar las pequeñas deportivas, blancas y con tres franjas rosadas a los lados. Su propietaria levantó una ceja y me miró, extrañada y con cierta curiosidad, cuando me arrodillé frente a ella y levanté del suelo uno de sus pies.
—Vamos a ver si te cabe, bella durmiente. —Intenté ponerle la zapatilla, con cuidado de no hacerle daño.
—La del zapato era Cenicienta, idiota —me corrigió. Sacó el pie, lo levantó y me lo puso en la mejilla, obligándome a girar la cara—. Déjate de tonterías... ¿Para qué quieres que me ponga ahora eso?
—Estate quieta. —Agarrándola con fuerza por el tobillo, conseguí meterle el pie en la deportiva y le até los cordones mientras me molestaba con el otro, intentando meterme el dedo gordo en la boca— Nos vamos de excursión. Detrás del... ¡Para de una vez!... Detrás del roble. ¿Lo has hecho alguna vez debajo de un árbol?
Me refería al viejo roble que estaba casi en el límite de la parcela, un árbol centenario, superviviente de otro tiempo, que ya estaba allí antes de que se construyese la casa y probablemente seguiría allí cuando la casa desapareciese. Y si todo iba bien, esa noche sería testigo silencioso de cómo una madre y su hijo se amaban bajo sus frondosas ramas. Mamá se quedó en silencio, valorando mi idea, y aproveché para terminar de calzarla. A continuación busqué mis propias deportivas y me las puse a toda prisa.
Ella se levantó de la cama y se asomó a la ventana, pensativa. Por la forma en que torcía la boca la idea no le convencía del todo, pero al menos ya no estaba en la cama y se había espabilado un poco. Me acerqué, le puse una mano en la cintura y le besé el hombro y el cuello, dejando que sintiese en la piel el aire caliente que salía por mi nariz.
—¿Fuera? Venga ya... ¿Y si nos ve tu abuela? —se quejó.
—Desde su dormitorio solo se ve la huerta y el gallinero. No nos verá aunque se asome.
—¿Y si nos escucha? Tiene muy buen oído —argumentó. Y tenía razón. La edad no había mermado en absoluto la capacidad auditiva de Doña Felisa.
—Ya debe estar dormida... Y si oye algo pensará que son los bichos del campo.
Eso fue un error. Mi madre giró la cabeza bruscamente y me miró con los ojos muy abiertos. Había olvidado su miedo irracional a las criaturas salvajes que acechaban en las sombras, y que solo existían en su imaginación.
—¿Y si... hay algún animal?
—Joder, mamá, que esto no es la selva, ¿qué animal va a haber? —Hice que girase la cara de nuevo hacia el exterior y le hablé al oído—. Dime, ¿qué escuchas?
—Pues... grillos —respondió, tras unos segundos.
—Eso es. ¿Te dan miedo los grillos?
—Miedo no, me dan asco.
—Si se te acerca alguno lo mataré.
La rodeé con los brazos y la apreté contra mi pecho, con aire protector. Ella se me quedó mirando, muy seria, y después estalló en carcajadas. Me contagió la risa, hasta que reparé en el escándalo que estábamos armando y miré hacia la puerta.
—Ssshh... Que nos va a escuchar —dije, tapándole la boca, cosa que la hizo reír aún más.
—¿Y qué pasa? ¿Está prohibido reírse? —replicó, tras liberarse de mi débil mordaza.
—También es verdad. —Volvía a asomarme a la ventana y le puse la mano en la parte baja de la espalda para empujarla un poco—. Vamos, las damas primero.
—¿Quieres que salga por la ventana? ¿Quien te crees que soy, el Hombre Araña?
—Joder, mamá, que no hay ni metro y medio hasta el suelo. Y además, estás muy ágil para tu edad.
—Que te den.
—Venga... ¿Nunca te escapaste por la ventana cuando eras jovencita y te castigaban?
—Vivíamos en un quinto piso, idiota, me habría matado.
—Ah... Es verdad —reconocí, recordando vagamente el piso de mis abuelos maternos—. Pues tenemos que salir por aquí. La cerradura de la puerta principal hace mucho ruido y las bisagras chirrían de la hostia.
Ya fuese porque no tenía ganas de seguir discutiendo o porque estaba tan caliente como yo, o ambas cosas, mamá soltó un suspiro de exasperación, me apartó con el codo y me demostró que, en efecto, estaba muy ágil. Puso las manos en el alféizar, se impulsó doblando ambas piernas y aterrizó fuera de la casa sin problema. Yo intenté imitarla, pero la impaciencia y el hachís me jugaron una mala pasada. No calculé bien la distancia y casi me caigo de bruces, cosa que impedí poniendo ambas manos en el suelo.
—Mira, el jovencito, ¡ja ja! —se burló ella. En medio segundo su expresión cambió y se acercó a mí, preocupada— ¿Te has hecho daño, cielo?
—No. Estoy bien.
Sonreí al contemplar de nuevo ese contraste entre sus dos facetas, la madre que no puede dejar de serlo y la “chica que solo quiere divertirse”, como diría Cyndi Lauper. Esa dualidad que al principio me perturbaba, a veces me confundía y en general me excitaba. Me quedé mirándola, plantados junto al muro blanco de la casa, su piel brillante bajo la luna y los ojos encendidos, preparada para otra imprudente aventura a la que se había dejado arrastrar por su imprudente amante. Con el corto cabello despeinado, su cuerpo menudo en una pose de cómica arrogancia y apenas vestida, parecía algún tipo de hada sin alas, impúdica y salvaje.
—¿Ya estás otra vez mirándome embobado? Venga, hombre, que nos van a dar las tantas.
—¿Es que tienes prisa? —dije, imitando su tono socarrón.
Antes de que pudiese contestar la abracé y nos fundimos en otro ávido intercambio de besos y caricias. Esta vez subió tanto la temperatura que por un momento pensé que íbamos a hacerlo allí mismo, contra el muro de la casa. Un enérgico masaje de coño por encima de las bragas, cada vez más húmedas, la hizo ponerse de puntillas y gemir, con los labios pegados a los míos. Y de nuevo se separó de golpe, como si mi cuerpo quemase.
—¿Qué... qué pasa ahora? —me lamenté.
—Condones —dijo, señalando la ventana con la cabeza—. Ve por uno, anda. Mejor dos, por si acaso.
—¿En serio? No hace falt...
—Si que hace falta. Y no me vengas con lo de sacarla a tiempo porque con el calentón que llevamos no me fío. Andando.
Se cruzó de brazos y volvió a señalar la ventana, esta vez con un autoritario movimiento de barbilla. No me quedaba otra opción que obedecer. Me resultó muy fácil volver a entrar en la habitación, cosa que me inquietó al recordar la vigilancia sufrida cuando traficaba con el tónico. Los esbirros de la Doctora Ágata y puede que también Victoria habían husmeado impunemente por la parcela. ¿Habrían estado dentro de la casa sin que nos diésemos cuenta? Intenté no darle vueltas al asunto. Al fin y al cabo eso ya era agua pasada. Cogí un par de preservativos de la bolsa de viaje, me los metí en el bolsillo del bañador y regresé a la ventana. Antes de saltar, mi madre me detuvo levantando la mano.
—¡Espera, espera! —ordenó. Al intentar susurrar y gritar al mismo tiempo su voz sonaba muy graciosa, como la de un teleñeco, y casi me echo a reír a pesar de la impaciencia.
—Joder, ¿y ahora qué?
—Ve a ver si tu abuela está dormida.
—¿Qué? Seguro que está dormida. ¿Y qué más da?
—¿Y qué más da? —repitió, haciendo aspavientos con las manos— ¿Y si oye algo y sale a mirar? Imagínate que nos pilla. La matamos del disgusto.
—Tampoco exageres. Además, si escucha algo pensará que es algún animal —dije, cometiendo de nuevo el mismo error.
—¿Un... animal? —dijo, mirando a su alrededor.
—No empieces con eso otra vez.
—¡No empieces tú! —Se llevó una mano a la boca al darse cuenta de que había levantado demasiado la voz. Se calmó y volvió a los susurros—. ¿Qué te cuesta echar un vistazo? Por favor, cariño...
Apoyé las manos en el alféizar, como si fuese a saltar, respiré hondo y me rendí, un poco avergonzado de mí mismo. Había sido, en mis tiempos, un adolescente rebelde. Y ahora, todo un hombre, no podía negarle nada a mami si me ponía ojitos.
—Está bien, pesada. Ahora vuelvo. No te muevas de ahí.
—Ten cuidado no la despiertes.
—Descuida.
Con el rabo tieso a más no poder, precediéndome cual ariete de carne, salí al pasillo y eché un vistazo a mi madre antes de cerrar la puerta de la habitación. En su posición, fuera de la casa, solo podía ver su pelo y parte de la frente. Rezando para que no se le pasara la calentura o la somnolencia porrera volviese a la carga, fui hasta el otro extremo del sombrío corredor, giré muy despacio el antiguo picaporte y abrí la puerta centímetro a centímetro.
Entré en la conocida alcoba, bañada por la misma luminiscencia lunar, entre azulada y grisácea, de una extraña calidez, que luchaba por imponerse a las profundas sombras. Contemplé las blancas paredes, el crucifijo, testigo mudo de incontables pecados y blasfemias, la inmaculada sábana que cubría la gran cama de matrimonio, y por supuesto a la imponente mujer que la ocupaba, con la cabeza y parte de la espalda reposando entre cojines, más sentada que tumbada, las piernas estiradas y las manos cruzadas en el regazo. Los ojos verdes mirándome con un brillo plateado en las pupilas y los labios carnosos dudando entre la dulzura y la picardía.
Me acerqué al lecho de puntillas, indicándole con un gesto que no hiciera ruido. En un inusual gesto de impúdico descaro, se había quitado el camisón y las bragas para acostarse, mostrándose como Dios la trajo al mundo, lo cual hizo palpitar el bulto que cargaba entre las piernas. Podía oler mi propia excitación y notaba la humedad del presemen en la fina tela del bañador, reblandecida por el sudor. Su desnudez no era tan arriesgada como podría parecer, pensé. Si por casualidad su nuera entraba, podía echarle la culpa al bochorno tropical. Además, ¡qué carajo!, estaba en su casa y si quería dormir luciendo su cobrizo vello púbico estaba en su derecho.
—Sabía que vendrías, tunante —dijo cuando estuve junto a ella, sentado en la cama. Hablaba en un susurro agudo, casi infantil— ¿Por qué has tardado tanto?
—Eh... Mi madre acaba de dormirse —mentí, pensando a toda prisa en cómo afrontar el nuevo giro de los acontecimientos—. He estado a punto de no venir. Pensaba que no querías...
Cerró un momento los ojos, suspiró y me acarició el muslo, pegado a sus caderas. Yo hice lo mismo con el suyo. Estar cerca de aquel cuerpo y no tocarlo era como tener plástico de burbujas en las manos y no hacerlas estallar con los dedos.
—A ver hijo... No deberíamos hacer el tonto con tu madre aquí pero... En fin, con todo lo que ha pasado estos días, qué quieres que te diga... Me hace falta relajarme un poquito... tú ya me entiendes, cielo.
—Claro. Te vendrá bien una catarsis.
Levantó las cejas y me miró con desconfianza.
—Carlitos, cosas raras no, ¿eh? Y menos esta noche.
—No, a ver... Una catarsis es... cuando... Bueno, da igual.
Volvió a sonreír, esta vez con evidente lascivia, se incorporó un poco y poniendo las manos a ambos lados de mi cabeza me dio un largo y tierno beso, muy distinto a los ansiosos morreos con mi madre, pero también con buena dosis de lengua e intercambio de saliva. El sabor era muy distinto, tanto que me separé un momento para hablarle.
—Sabes a menta, ¿no? —observé.
—Ay, si, hijo... Entre los llantos de ayer y tanto beber cosas frías me picaba un poco la garganta —explicó. Seguí su mirada hacia la mesita de noche, donde estaba el envoltorio de un caramelo de menta de los fuertes— ¿Te molesta, tesoro?
—Claro que no.
Reforcé mi argumento volviendo a meterle la lengua en la boca, mientras mis manos amasaban sin descanso las enormes y mullidas tetas, en cuya familiar ternura mis dedos se hundían de forma deliciosa. Intentaba disfrutar del tan ansiado reencuentro con mi particular diosa de la fertilidad, pero no podía dejar de pensar en que había otra mujer esperándome. Si cerraba los ojos veía su cabecita asomando por el borde de la ventana, y casi podía escuchar el impaciente “tap tap” de su pie golpeando el suelo.
A mi abuela la quería mucho y la deseaba con un ansia caníbal, pero a mi madre la amaba hasta el delirio y estar de nuevo dentro de ella era un placer que iba más allá de lo físico, era regresar al paraíso perdido, sentirme completo después de haber vagado por el mundo buscando la mitad que había perdido. Por mucho que me fastidiase, iba a tener que hacerlo rápido.
Desde su punto de vista llevaba sin follar una semana (más que ella, teniendo en cuenta su escarceo lésbico con Doña Paz), por lo que no le extrañaría demasiado que me corriese en cinco minutos. Y por supuesto, su carácter complaciente y benévolo perdonaría mi precocidad. Después, solo podía confiar en que mi exacerbada libido mantuviese la erección después de descargar. Por supuesto, ni se me pasó por la cabeza la idea de ponerle alguna excusa y dejar nuestro encuentro para otro momento. Ya me conocéis.
Unas manos fuertes pero delicadas me bajaron el bañador hasta las rodillas, liberando a la bestia, cuya cabeza apuntaba directamente al pecho pecoso de la pelirroja, como si la sostuviese una barra de acero bien templado. Ella la acarició de arriba a abajo y se humedeció los labios con la lengua, no de forma provocativa sino casi con timidez.
—Ains... Como he echado de menos esta hermosura —dijo.
Dobló el cuerpo de forma que sus tetazas reposaban en mis muslos y dejó caer un grueso goterón de saliva en mi capullo para a continuación extenderlo con los labios al introducirse en la boca un buen trozo de mi verga. Fue el inicio de una mamada enérgica y babosa, ejecutada con la devoción de una esposa cristiana y la obscena maestría de una prostituta veterana. Me dio la impresión de que ella tampoco quería prolongar demasiado nuestro encuentro, por miedo a que nos pillasen o porque, como buena abuela, había percibido mi inquieto estado de ánimo.
Sus cabeceos cada vez eran más osados, dejando que entrase hasta la garganta, hasta que su nariz tocaba mi pubis y sus ojos se humedecían. Aunque físicamente era lo mismo, no se parecía en nada a lo que había hecho esa misma mañana con mi tía. No había arcadas ni quejas, solo la entrega de una mujer con una habilidad excepcional puesta al servicio de un hombre afortunado. Su forma de tragar, lamer y succionar me confirmó que a pesar de lo ocurrido en la mansión aún le gustaban las pollas, y caí en la cuenta de que ambos habíamos gozado de la pericia amatoria de Doña Paz, otro triángulo secreto que tampoco debía salir la luz.
Los minutos pasaban, el sudor resbalaba por mi piel y el placer indescriptible que me proporcionaba amenazaba con hacerme estallar dentro de su boca en cualquier momento. No quería repetir lo que ya había hecho una vez: usarla para mi propio placer e ignorar el suyo. Haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, interrumpí la soberbia felación. Me miró extrañada, con un hilo de saliva entre su labio inferior y mi glande, el ceño un poco fruncido, casi diría que molesta, lo cual tenía lógica: obviamente nadie la había interrumpido nunca cuando estaba comiéndose un rabo.
Sujetándola por los hombros la obligué a recostarse de nuevo sobre los cojines, silenciando posibles quejas con más besos mentolados. En silencio, le separé los muslos, quedando una de sus piernas flexionada sobre el colchón y la otra fuera, con la punta del pie apoyada en el suelo. Recogí con los dedos las babas que cubrían mis huevos y las usé como lubricante para masajear su carnoso coño, frotando primero con la palma los abultados labios mayores, separándolos a continuación para acceder a la acogedora caverna, en cuya húmeda estrechez introduje tres dedos mientras con el pulgar de la otra mano pulsaba el sensible clítoris con los otros cuatro dedos aferrados al suave vello púbico.
—Ainss... Hijo mío, qué manos tienes... —dijo con un hilo de voz, entregada por completo a mis maniobras digitales.
Separó más los muslos, arqueó un poco la espalda y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el cabecero de la cama. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de la cada vez más acelerada respiración y no dejé pasar la ocasión de inclinarme hacia adelante para lamer, besar y chupar los suculentos pezones. No podía verlas debido a la postura y la escasa luz pero me imaginaba las mejillas rojas como manzanas, y ese brillo febril que adornaba sus ojos verdes cuando se abandonaba a los placeres de su resucitada sexualidad, ardiendo en su madurez con más fuerza que nunca.
Aceleré el ritmo de los dedos que la penetraban hasta que en el silencio nocturno solo se escuchó un entrecortado chapoteo, acompañado por el rumor de su respiración y un prolongado tono agudo emitido por su garganta al intentar contener los gemidos. Cambié de postura, arrodillándome en el suelo para tener la jugosa raja al alcance de mi boca. Sin interrumpir la follada manual, le lamí el clítoris con rápidos golpes de lengua, como cuando los boxeadores entrenan con ese saco pequeño que tiene forma de pera. Creo que esa noche batí un récord, pues no recuerdo haber hecho correrse a una mujer tan deprisa desde entonces. En menos de cinco minutos sentí estremecerse su cuerpo, la pierna que tocaba el suelo vibró como si le estuviese dando algún tipo de ataque y con movimientos espasmódicos agarró un cojín para apretarlo contra el rostro y silenciar, en la medida de lo posible, la incoherente mezcla de exclamaciones, gemidos y resoplidos. Las sacudidas de las anchas caderas no me impidieron rematar la faena, taladrándola sin piedad con los dedos y atrapando el clítoris con mis labios para succionarlo con fuerza. Sus fluidos empapaban la sábana, mi brazo casi hasta el codo y gran parte de mi cara. Mi cipote rígido cabeceaba en el aire y estaba seguro de que el presemen estaba goteando en el suelo.
Cuando amainó la tempestad orgásmica, se quitó el cojín de la cara y me miró, con la boca abierta, no tanto por la sorpresa como por la necesidad de recuperar el aliento. Toda su piel estaba barnizada de sudor, dándole el aspecto de una enorme y regordeta muñeca de porcelana rosada. Durante un rato, las réplicas del terremoto provocaban espasmos en su pelvis y el la pierna izquierda, que se apoyaba aún en el suelo sobre los dedos del pie.
—Qué locura, hijo... Virgen Santísima... ufff. —Le temblaba la voz como si estuviese a punto de echarse a reír y a llorar al mismo tiempo.
Me habría encantado hablar con ella, comentar la jugada tranquilamente, bromear y dejarme hacer carantoñas, pero esa noche no había tiempo. Los minutos pasaban. ¿Cuántos llevaba allí? ¿Diez? ¿Quince? Mamá debía estar echando humo por las orejas, si es que no se había quedado dormida. Tenía que acabar cuanto antes. La postura de la extasiada pelirroja era perfecta, incitante y accesible, así que me encaramé al lecho polla en mano y me coloqué en posición, dispuesto a clavársela hasta el fondo, culear dos minutos (o menos) y rellenarle el bollo de crema.
Entonces ocurrió algo que me dejó paralizado e hizo martillear mi corazón dentro del pecho. Con la punta del miembro rozando ya su empapada raja, contuve la respiración y miré sobre mi hombro, hacia la puerta del dormitorio. Mi ávida amante, que me animaba a penetrarla acariciándome las nalgas, duras por la tensión, también se quedo quieta y me habló en voz tan baja que apenas la entendí.
—¿Te pasa algo, mi vida?
—Ssshhh... Creo que escuché algo en el pasillo.
Ella me apartó, ahogando una exclamación, y se tapó con la sabana hasta el cuello. Teniendo en cuenta la temperatura, si alguien entraba y la veía así resultaría más sospechoso que la desnudez. Yo me subí el bañador y fui hacia la puerta. ¿De verdad había escuchado algo o me lo había imaginado? Podían ser los típicos crujidos nocturnos de una vieja casa rural, nada más que eso. Abrí despacio, salí al pasillo desierto y volví a cerrar.
Di un par de pasos, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pude ver, al otro extremo del pasillo, la puerta cerrada del otro dormitorio. Continué caminando hasta dejar atrás la puerta del baño, que estaba a oscuras. Y de la oscuridad surgió una forma pequeña, rápida y rosada que pasó trotando entre mis piernas y casi me provoca un infarto. Frasquito, el puto lechón. Seguro que había estado restregándose otra vez en la ropa sucia de su ama, cosa que me ponía enfermo teniendo en cuenta todo lo que había visto en la finca de Montillo, lugar de origen del cochinillo que desapareció en dirección a la cocina.
—Me cago... en Dios —farfullé, con una mano en el pecho.
Respiré hondo para recuperar la compostura, entré un momento al baño para lavarme las manos y enjuagarme la boca (en efecto, había prendas arrugadas de mi abuela por el suelo, cerca del cesto volcado, pero no tenía tiempo de pararme a recogerlas). Fui a mi habitación, entré y encontré a mi compañera sentada de nuevo en el alféizar de la ventana, en una postura muy poco elegante, rematando el porro que habíamos dejado abandonado.
—¿Qué haces aquí dentro otra vez? —pregunté, acercándome a ella.
Le arrebaté la chusta de entre los dedos, le di la última calada y la apagué en el cenicero. Ella me lanzó una mirada indignada antes de cruzar los brazos y las piernas al mismo tiempo, un movimiento extraño y arriesgado que casi la hace caer del poyete en el que se asentaban sus bonitas posaderas. Estaba tan colocada que le costaba coordinar sus movimientos. En otras circunstancias, habría sido muy divertido follar con ella en ese estado, pero en ese momento solo podía pensar en que había dejado a su suegra al otro lado del pasillo, mojada cual yegua en celo. Renuncié a trazar ningún plan. Me dejaría llevar por la corriente y confiaría en mi buena suerte.
—¿Como que qué hago aquí dentro, capullo? —se quejó. Arrastraba un poco algunas consonantes pero aparentemente pensaba con cierta claridad— ¿Por qué has tardado tanto? ¿Está despierta?
—Claro que no. Está dormida como un tronco, ya te lo dije —mentí, algo que se me daba cada vez mejor—. Perdona por tardar tanto. Me paré en la cocina a comer algo. Me dio gusa el porro, ya sabes...
—Me podrías haber traído algo. Yo también estoy muerta de hambre —se lamentó. Teniendo en cuenta todo lo que había fumado, en ese momento seguro que podría haber arrasado con todo lo que había en la nevera.
—Ya comeremos luego, guapa. Venga, vamos fuera —ordené, dándole palmaditas en el muslo.
Para mi sorpresa, obedeció sin rechistar. Salimos de nuevo por la ventana, nos cogimos de la mano y la conduje hasta el viejo roble, con cuidado de no pisar ramas secas o arbustos crujientes. Entre risas contenidas, empujones, besos fugaces, miradas de complicidad y deseo, parecíamos dos chiquillos que se escabullen para hacer travesuras donde nadie pudiese verlos. Sin querer, me vino a la mente la conocida canción de Tiffany, una cantante de los 80.
Running just as fast as we can
Holding on to one another´s hand
Trying to get away into the night
And then you put your arms around me
And we tumble to the ground and then you say...
Dejamos atrás la piscina, cuya superficie era un espejo plateado debido a la ausencia de viento. Mi madre se la quedó mirando fijamente unos segundos y por un momento pensé que iba a proponer que nos diésemos un baño nocturno. Abrió la boca para hablar, la cerró sin decir nada y sacudió la cabeza, como si hubiese perdido una discusión consigo misma.
Cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino dio un respingo y me abrazó con fuerza, levantando una pierna como si quisiera que la cogiese en brazos.
—¿Qué te pasa?
—Algo se ha movido por ahí —dijo, asustada, señalando hacia un arbusto espinoso.
—Tranquila, seguro que solo es... —Hice una pausa, buscando un animal que le resultase inofensivo y que no me obligase a cancelar la excursión—... Un conejo. A veces se cuela alguno. Cálmate, anda. ¿Qué te va a hacer un conejito?
No demasiado convencida, soltó de golpe el aire que había contenido debido al susto y seguimos hasta llegar al ancho tronco, al resguardo del frondoso ramaje. Desde allí era visible toda la parte trasera de la parcela y la fachada posterior de la casa. Desde la vivienda, el roble solo podía verse desde la habitación de invitados, que estaba vacía, o desde el alto ventanuco del baño. Y aunque mi abuela saliese de su alcoba y, por algún motivo, mirase al exterior, solo vería el árbol y no a la pecaminosa pareja escondida detrás. Era un escondite perfecto siempre y cuando no hiciéramos demasiado ruido.
...I think we´re alone now
There doesn´t seem to be anyone around...
Mi madre no perdió el tiempo. Se puso en cuclillas, con el culo apoyado en los talones y los muslos muy separados, casi al mismo tiempo que me bajaba el viejo bañador hasta los tobillos. Libre de nuevo, mi atareada verga apuntó al frente, balanceándose arriba y abajo. Con las manos en mis caderas para mantener el equilibrio, comenzó a besar la base del tronco, cerca de los huevos, y un placentero hormigueo recorrió todo mi cuerpo como una corriente eléctrica. En esa posición, pude ver que mi herramienta era tan larga como su rostro, y al cabecear el glande daba breves toques en su frente.
—Vaya... si que tienes hambre, ¿eh? —la provoqué.
En lugar de responder, me miró con una sonrisa maliciosa, los ojos brillando en la penumbra. Sacó la lengua y lamió la parte inferior del tronco mientras con la mano acariciaba la superior, antes de que los dedos se cerrasen alrededor del carnoso cilindro y su boca devorase la cabeza de la serpiente. Chupó con calma, metiéndose en la boca menos de la mitad de la suculenta salchicha, un tentempié nocturno que no saciaría su hambre pero sí otra clase de apetito. De pronto la vi fruncir el ceño, extrañada. Dejó de chupar y paladeó su propia saliva.
—Qué raro... —dijo, sin soltarme la polla—. Te sabe a menta.
Las electrizantes oleadas de placer fueron sustituidas por una sensación de vértigo acompañada de una taquicardia. Había estado en el baño y ni siquiera se me había pasado por la cabeza lavarme el miembro, al que la saliva de mi abuela había dejado mentolado. Tuve suerte de que se hubiese comido el puto caramelo en el dormitorio y no en el salón, ya que entonces sin duda mi inteligente madre habría atado cabos. Tenía que decir algo, y no se me ocurría una explicación lógica para aquella disonancia gustativa.
—¿A menta? Eh... Pues eres la primera que me lo dice... —dije, bromeando para ganar tiempo.
Se quedó mirándome fijamente a la cara unos segundos eternos, con la típica expresión que adoptan las madres cuando sospechan que estás ocultando algo. En un parpadeo, la mirada inquisitiva desapareció y se encogió de hombros.
—Bah... será cosa del canuto. Hace un momento me ha parecido ver peces de colores en la piscina.
—Joder, mami... No deberías fumar tanto —aconsejé, aunque su exceso me había salvado.
Respondió sacándome la lengua, y ya que la tenía fuera procedió a lamer mi glande, hinchado por la presión que ejercía su mano en el tronco, antes de que aflojase un poco para iniciar la lenta masturbación que acompañaba a la soberbia mamada. Tenía un estilo muy distinto al de su suegra, más pausado y elegante, por así decirlo. Solo se la metía en la boca hasta la mitad, apenas babeaba y combinaba la acción oral con hábiles técnicas manuales. A la hora de comer pollas, mi abuela era una luchadora, tragona y un poco guarra, y mi madre practicaba un refinado kung-fu. Esa noche, más que nunca, tuve ocasión de comparar sus dos estilos.
La pericia de la feladora unida a el alivio por el asunto de la menta me desconcentraron y casi me hacen descargar en la desprevenida boca de mi progenitora, quien sin duda se habría enfadado y tal vez puesto fin a nuestra escapada. La obligué a parar sujetándole la cabeza y sin mediar palabra entendió la situación y paró, mirándome con una mezcla de comprensión y malicia.
—Tranquilo, tigre... No me habrás traído hasta aquí para dejarme a medias, ¿eh?
—Si acabo antes te lo como —prometí. Y era una promesa que estaría encantado de cumplir llegado el caso.
—¿Como yo te enseñé?
—Como tu me enseñaste.
Recordar nuestra intensa hora en el motel de mala muerte, durante la cual me había instruido en el arte del cunnilingus, me calentó aún más, si eso era posible, y me sobresalté cuando comenzó a rebuscar en los bolsillos de mi bañador, que estaba arrugado alrededor de mis tobillos. Encontró uno de los condones, lo abrió con los dientes y me lo colocó con tanta naturalidad como si lo hiciera varias veces al día. La funda de látex no llegó hasta la base del tronco, y ella pasó los dedos por la franja de suave piel que quedaba al descubierto.
—Pero bueno... Voy a tener que comprarte una talla más, Tarzán —dijo. Bizqueó un poco, ya que prácticamente me la estaba rozando con la punta de la nariz— Creo que te ha crecido desde la última vez.
—También creías que había pececitos en la piscina.
Obviamente no me había crecido desde la última vez, pero como a cualquier hombre que mi madre alabase el tamaño de mi herramienta me hinchó el pecho de orgullo. Di un respingo y solté un afeminado “¡Ay!” cuando ella se vengó por la broma de los peces pellizcándome el escroto. Acto seguido se puso en pie despacio, con ese movimiento ondulante propio de las strippers, besando y lamiendo a medida que se enderezaba, desde el ombligo hasta el cuello, hasta que nuestras bocas volvieron a encontrarse. Se lo estaba tomando con calma, y yo me esforzaba para no perder la noción del tiempo y no hacer esperar demasiado a el otro vértice del demencial triángulo incestuoso en el que me había metido esa noche y que, si daba un paso en falso, podría acabar muy mal.
En un intento de recuperar la iniciativa, le levanté el top hasta el cuello, me di un festín de pezones y la empujé poco a poco, hasta que sus nalgas semidesnudas se apretaron contra la rugosa corteza del roble. Mi ímpetu le devolvió la avidez que había mostrado poco antes y gimió, apretando los labios y los párpados, en cuanto mi mano amasó sin delicadeza alguna lo que ocultaba la tela de sus bragas, empapada en sudor y fluidos. Con la nariz pegada a mi prominente napia, su aliento abrasando mis labios y los ojos febriles clavados en los míos, se libró de mi mano agarrándome por la muñeca, apartó a un lado las bragas y empuñó mi tranca, guiándola hacia su coño. Estaba ansiosa por volver a sentirme dentro de ella, y yo no iba a hacerla esperar.
Embestí sin piedad, enterrando en mi primer hogar tanta carne como me permitía la postura. Vientre con vientre y pecho contra pecho, aplastándola contra el centenario árbol que no se inmutaba ante nuestra intensa unión. Ella gemía con la boca cerrada, respiraba como una máquina de vapor y empujaba mis nalgas, apretándolas, clavando los dedos hasta causarme un estimulante dolor. De nuevo nos sumergimos en esa fascinante comunión en la que sobraban las palabras, éramos un solo ser y el mundo entero se desdibujaba a nuestro alrededor.
Estaba más encendida que nunca, arrebatada por el deseo, quizá viviendo su propia catarsis (cómo me gusta esa palabra) después de todo lo ocurrido. Me rodeó el cuello con los brazos para sujetarse y levantó de golpe ambas piernas, abrazándome con ellas, cruzando con fuerza los tobillos como si quisiera atarme a su vientre. Agarré sus muslos, cerca de las nalgas, penetrándola más profundamente. Gemía sin parar, con el rostro pegado a mi cuello, pero no se quejaba de la áspera corteza a su espalda ni de la fuerza de mis acometidas, que hacían subir y bajar su menudo cuerpo.
Habrían bastado unos minutos para llevarla al éxtasis. Podía sentirlo en las vibraciones de su piel sudorosa y en el temblor de su voz cuando conseguía susurrarme una de esas frases que siempre serán un secreto entre los dos. Pero esa noche nada iba a ser tan sencillo. La intuición o mi excelente visión periférica me hicieron estirar el cuello para echar un vistazo a la casa. Las dos ventanas de la fachada posterior tendrían que haber sido rectángulos negros, pero detecté en ambas una cálida luminiscencia, lo cual indicaba que alguien había encendido la luz del pasillo y se filtraba al dormitorio de invitados y al baño.
Dejé de bombear, paralizado, y mi compañera volvió a la realidad al ver la alarma reflejada en mi rostro. Puso de nuevo los pies en el suelo, mi verga se deslizó fuera de su raja, goteando fluidos sobre las raíces del viejo roble, y se asomó por un lado del tronco, jadeando y con los ojos muy abiertos.
—Tranquila, se habrá levantado a beber agua o al baño —dije, en voz muy baja, mientras me subía el bañador.
Pero yo no estaba tranquilo. La había dejado sola en el dormitorio, en pleno polvo furtivo, después de escuchar un ruido fuera. Tal vez se había cansado de esperar y había salido a buscarme, o estaba preocupada, algo propio de ella y de la mayoría de las abuelas.
—¿Y si entra en nuestra habitación y ve que no estamos? —preguntó mi madre, de nuevo con aquella voz que me resultaba tan graciosa (más que nada porque estaba fumado).
—¿Por qué iba a entrar? Y si entra... ¿qué más da? Hace mucho calor y hemos salido un rato a tomar el aire porque no podíamos dormir. No tiene porque sospechar nada raro.
—Carlos, estoy en bragas... Y las tengo empapadas. ¿Crees que no se va a dar cuenta? No tiene un pelo de tonta —replicó.
Se recolocó las braguitas para que volviesen a cubrir su “tesoro”. En efecto, se veía a la legua que estaban mojadas, al igual que la tienda de campaña en mi entrepierna podría haberse visto desde un satélite, como la Gran Muralla China.
—Si sale fuera nos tiramos a la piscina... Con tus pececitos.
—¡Déjate de tonterías, imbécil! —exclamó, al tiempo que pegaba la espalda al tronco del roble.
—Cálmate. Voy a ir a ver qué hace. No te muevas de aquí.
—¿Me vas a dejar aquí sola?
Miró a su alrededor, al suelo cubierto de hierbajos y al espeso follaje del roble. No era lo que se dice prudente dejarla allí en su estado, pero era aún más arriesgado que me acompañase a la casa. El hecho era que me las estaba follando a las dos sin que lo supiesen, y si se encontraban la situación podía desmadrarse por completo. En una película porno la cosa acabaría en un trío, pero estábamos en la vida real. Mi madre no se tomaría bien otra infidelidad, sobre todo si implicaba a su querida suegra. En cuanto a mi cristiana abuela, aunque no tenía inconveniente en tragarse el rabo de su nieto, no veía con buenos ojos el fornicio entre madres e hijos. Me encontraba en la típica trama de sitcom: un imbécil invita a dos chicas al baile de fin de curso e intenta que no se enteren.
—No tardo nada, de verdad. Si aparece un lobo tírale las bragas.
Esa broma me costó un doloroso puñetazo en el hombro. En apariencia, estaba enfadada y asustada, pero la conocía lo bastante bien como para interpretar las sutiles curvas de sus labios o la forma en que entornaba los ojos bajo el ceño fruncido. En el fondo se estaba divirtiendo. Disfrutaba de la aventura, de la adrenalina que apenas había circulado por su organismo durante veinte años de matrimonio.
—Venga, date prisa. Y no te pares otra vez a comer —me advirtió. Se escondió de nuevo tras el tronco, frotándose los brazos como si tuviese frío, a pesar del bochorno tropical.
Sin perder más tiempo, atravesé a la carrera el trecho de parcela que me separaba de la casa, intentando no hacer demasiado ruido, con el miembro erecto enfundado en látex bamboleándose entre mis muslos. Me colé por la ventana y antes de nada me quité el condón y me lo guardé en el bolsillo. Tenía que estar atento a los detalles para no volver a cagarla como con el incidente de la menta. Salí al pasillo, respirando hondo para recuperar el aliento. La luz ya no estaba encendida, al contrario que la de la cocina, donde encontré a nuestra inquieta anfitriona bebiendo refresco de limón con hielo junto al fregadero.
Había vuelto a ponerse el camisón violeta que tan poco dejaba a la imaginación, y un rápido vistazo a sus curvas bastó para confirmar que tanta carrera y estrés merecían la pena. Sonreí ante la intrigada redondez de sus ojos verdes, le arrebaté el vaso de la mano y le di un largo trago que me supo a gloria.
—Despacito, tesoro. Que está muy frio y te va a doler la garganta.
Dejé el vaso en la encimera, respiré hondo para ganar tiempo y le conté la primera patraña que se me pasó por la cabeza.
—Perdona que haya tardado tanto. Mi madre ha tenido una pesadilla. Eso era el ruido que escuché.
—¡Ay, no me digas! —exclamó, llevándose una mano al pecho, sinceramente compungida—. Pobrecita... Claro, con todo lo que ha pasado... A lo mejor deberías quedarte con ella, Carlitos.
—Eh... No hace falta. Ha vuelto a dormirse. Además... —La abracé y me aseguré de que notase bien mi férrea erección contra su cuerpo— ...mira como me tienes. Si me quedo con ella no respondo de mis actos.
—Ains, no digas tonterías, Carlitos —dijo, indignada pero respondiendo a mis caricias y besos en el escote—. Con una madre... no se hacen esas cosas, truhán.
—¿Y con una abuela sí?
—No es lo mismo —afirmó. El fino camisón se le pegaba a la piel y le mordí un pezón por encima de la tela, a lo que respondió acariciándome la nuca.
—Me parece a mí que eso es un doble brasero. —Le metí mano y mi dedo corazón se hundió hasta el nudillo en la humedad de su raja. Se puso de puntillas, con las nalgas contra la encimera, y soltó un breve suspiro.
—Se dice... doble... rasero...
—Vamos al dormitorio, joder... o te follo aquí mismo.
—No seas bruto, Carlitos. Aquí no que nos puede oir... ¡Aaah! Deja de meterme mano...
Hizo uso de su mayor corpulencia y se libró de mí con un golpe de cadera, apuró el refresco de un trago, enjuagó el vaso y se alegó hacia la puerta de la cocina, indicándome que la siguiese con una mirada traviesa antes de apagar la luz. Su piel clara era visible en la penumbra y no me costó seguirla por el pasillo, hasta agarrarle con ambas manos las voluminosas nalgas cuando ya estábamos a punto de entrar al dormitorio. Se libró de un manotazo y me dedicó una severa mirada que ignoré, empujándola casi dentro de su alcoba y cerrando la puerta. No tenía tiempo que perder. Si tardaba mucho en regresar al roble mi madre podría cansarse de esperar, volver a la casa a buscarme o tener otra alucinación que la llevase a hacer algo imprevisible, un peligro que últimamente existía incluso cuando no estaba drogada.
No tenía tiempo que perder y no lo hice. Sin esperar a que se desnudase de nuevo (de todas formas no se podía decir que fuese vestida), envolví a la madura pelirroja en una presa digna de Hulk Hogan y caímos abrazados sobre la cama, provocando una sinfonía de chirridos en el viejo colchón.
—¡Ssshh! Cuidado con el ruido, hijo.
A esas alturas me la sudaba el ruido. Era un héroe a punto de cumplir una hazaña épica y nada podía detenerme. En otras palabras, estaba tan caliente que a duras penas conseguía mantener en mi cerebro un ápice de prudencia o sentido común. Mi gesta sería comentada durante siglos. Nadie recordaría al imbécil de Edipo, que se empotró a su madre sin saber que era ella y cuando se lo dijeron se le fue la olla a Camboya. Todos cantarían, con admiración y envidia, la leyenda de Carlos, el nieto de la Feli, quien en una misma noche le dio matraca a ella y a su nuera sin ser descubierto.
Me coloqué encima, al tiempo que me bajaba el bañador, con sus gruesas pantorrillas apretadas contra mis hombros, mirándola a los ojos como un tigre miraría a una vaquita indefensa a punto de ser devorada. Con las garras aferradas a las enormes ubres la penetré con tanta fuerza que toda la cama tembló y estiró sus piernazas al tiempo que las separaba un poco más. Se tapó la boca con ambas manos para contener la agitada sinfonía de gemidos que desde el otro lado de la puerta debían sonar como el llanto de una cachorrita, devolviéndome la mirada con las cejas rojizas levantadas. Una de las gruesas gotas de sudor que caían desde mi nariz impactó en uno de sus ojos y cerró ambos con fuerza. Ignorando su temporal ceguera la taladré a lo bestia, con ambos pies en la cama, como un ágil macaco enganchado por la entrepierna a una sensual gorila albina, sacándola casi entera para volver a enterrarla hasta los huevos una y otra vez.
—Car... li... tos... el... rui... do... —me advirtió, con la voz entrecortada por mis golpes de cadera.
Respondí con un gruñido que podría haberse traducido como “a la mierda el ruido” y le di aún más fuerte. El temblor de la cama se extendió a la mesita de noche, donde la lamparita apagada vibraba produciendo un leve tintineo, e incluso juraría que el crucifijo de la pared se movió un poco. Pero el sonido más audible eran las palmadas húmedas de nuestros cuerpos al impactar con cada una de mis despiadadas puñaladas, que hacían salpicar fluidos sobre la cama y el suelo del dormitorio. Ya fuese por los efectos secundarios del tónico o por su privilegiada genética, era milagroso lo mucho que lubricaba aquella mujer a su edad. Y no menos sorprendente fue verla de nuevo taparse la cara con un cojín para silenciar los gritos y exclamaciones de un nuevo orgasmo
Me encantaba hacerla gozar de esa forma, sentir temblar su cuerpo al poseerla en esa postura indecorosa y animal, pero recordé que no podía demorarme demasiado pues me esperaba, bajo un árbol, una fuente de placer aún mayor. Aceleré tanto el ritmo que a pesar de mi buena forma física comenzaron a dolerme las piernas, un dolor que ignoré hasta que con embestidas lentas y profundas descargué varias andanadas de semen dentro del cuerpo de mi madura amante, esforzándome al máximo por no gritar, apreté el rostro entre sus tetazas húmedas, que amortiguaron los gruñidos y resoplidos con tanta efectividad como una almohada.
Cuando me incorporé y di un par de pasos por la habitación casi me desmayo. El esfuerzo, la tensión y la droga porro me produjeron un pequeño mareó que disimulé acercándome a la ventana en busca de aire. Mi abuela se quedó unos segundos despatarrada en la cama, recuperando también el aliento. Si esto fuese una historieta dibujaría una nubecilla de humo surgiendo de su entrepierna, que en ese momento debería estar a la temperatura idónea para hornear un bizcocho. Uno relleno de espesa crema, por supuesto.
Tras recuperarse un poco se recostó apoyada en un codo e intentó bajarse un poco el camisón, empapado y pegado a su piel. Tenía las mejillas más rojas que nunca y me miraba con esa sonrisa entre tímida y traviesa tan encantadora, con los ojos brillantes y los rizos desordenados alrededor de la cabeza. En momentos como aquel me preguntaba por qué no me había enamorado de ella. Quizá todo habría sido más sencillo, pero mi corazón había preferido complicarse la vida eligiendo a su nuera, quien en aquel momento me esperaba bajo el roble, en bragas, quizá muy enfadada, quizá teniendo alucinaciones o dormida junto a un arbusto.
—Uf... Hijo, qué bruto eres —me regañó, sin perder la sonrisa. En ese momento bajó la vista y se percató de un detalle que yo había pasado por alto—. ¿Por qué llevas puestas las deportivas? Mira como has puesto la cama, granuja.
Sacudió las manchas de tierra que mi inapropiado calzado había dejado en las sábanas, ya no tan impolutas debido a nuestra actividad. Por suerte, el efecto de dos orgasmos en una noche tan calurosa no era muy distinto al de fumarse un canuto, y su alelado cerebro no le dio más importancia al asunto ni indagó en las posibles causas. Aproveché para cambiar de tema de inmediato, me acerqué a la cama y le di un tierno beso en los labios al que ella correspondió con maternales caricias en la nuca y la espalda.
—Es mejor que vuelva —afirmé, con desgana.
—Si, cielo. No vaya a ser que tenga otra pesadilla y se despierte solita, la pobre —dijo mi abuela, tan comprensiva y compasiva como siempre.
Dando por finalizada la mitad de mi hazaña, me despedí de ella con un cachete en el muslo que le hizo soltar una risita. Salí del dormitorio y caminé por el pasillo despacio, para que no sospechase si me escuchaba correr, y aproveché esos segundos para recuperar el aliento después de la salvaje cabalgada. Entré en el baño y a toda prisa me lavé el rabo, que perdía dureza peligrosamente. Me concentré en quien me esperaba fuera, mi presa principal, y bastaron un par de sacudidas para que mi lanza volviese a estar afilada y lista para la caza. Tiré al váter el condón que me había quitado, asegurándome de que desapareciese al tirar de la cisterna (sonreí un poco al recordar a mi tía Bárbara y sus problemas para respirar bajo el agua), me puse el de repuesto y salí escopetado hacia la habitación, la ventana, el roble...
Cuando llegué bajo el cómplice ramaje de nuestro viejo amigo vegetal me encontré una inquietante sorpresa. Mi madre no estaba allí. La había dejado apoyada en el tronco, contrariada aunque no muy alterada en apariencia, dispuesta a esperarme y culminar nuestra peligrosa aventura. ¿Dónde coño se había metido? Colocada a más no poder y cachonda en igual grado, por no hablar de lo caótica e imprevisible que se había vuelto su personalidad en las últimas semanas, tenerla suelta por la parcela era como liberar a una diablilla que llevase siglos encadenada por un brujo (una buena metáfora de su matrimonio, aunque mi padre era demasiado aburrido para ser un brujo.)
No había regresado al dormitorio, pues estaba vacío cuando lo atravesé y salté por la ventana. Miré entre los arbustos cercanos al roble, en los alrededores de la piscina e incluso en la huerta. Ni rastro. Tal vez se había puesto a deambular, debido a mi tardanza, se había asomado a la ventana de mi abuela y nos había visto en pleno polvazo. En ese caso no podía adivinar su próximo movimiento. Podía estar en un oscuro rincón de la casa, llorando en silencio o rechinando los dientes de rabia y pensando en mil formas de castigarme, no solo como madre sino también como amante despechada. O a lo mejor simplemente se había quedado dormida en alguna parte. Incluso vinieron a mi mente imágenes horribles de los enemigos que había hecho durante mis negocios con el tónico, algunos de los cuales habían estado en la casa sin ser advertidos. Me esforcé en descartar semejantes temores: el alcalde y Montillo estaban bien muertos, y la Doctora Ágata no tenía motivos para atacarme a mí o a mi familia.
Con el corazón a punto de salirse por mi garganta decidí entrar de nuevo en la vivienda y revisar todas las habitaciones, pero antes fui a echar un último vistazo bajo el roble. No estaba. Di un par de pasos de regreso a la casa y me giré, sobresaltado, al escuchar el crujido de una rama detrás de mí.
CONTINUARÁ...